Cuando era pequeño visitaba seguido a una tía que vivía en un conjunto de apartamentos con varias torres y etapas. En una de estas, algo lejos del apartamento de mi tía, había una zona verde muy amplia, y en la mitad se encontraba un laberinto.
Era de cemento gris y con acabados, a mi manera de ver, algo burdos, como si los encargados de la construcción se hubieran preguntado: “¿Y que ponemos en la mitad de la zona verde?” y alguien respondió: “Un laberinto”, nadie lo cuestionó, y lo encargaron de su construcción.
Desde la primera vez que lo vi, fue una estructura que me intrigó mucho, y en repetidas ocasiones ingresé y me perdí, hasta que logré aprenderme de memoria la ruta; ahí dejó de ser divertido.
Precisamente perderse viene a ser la gracia de los laberintos, no saber dónde estamos ni para dónde vamos; sentir ese temor y ligera ansiedad de no saber si al doblar en la siguiente esquina, nos vamos a encontrar con una pared y el fin del camino que habíamos elegido.
Muchas veces creemos tener controladas todas las variables que afectan nuestras vidas, pero si nos fijamos bien, improvisar ante la incertidumbre del día a día es lo que mejor sabemos hacer.
Deberíamos tomar la vida como un laberinto, el cual nunca sabemos con qué nos va a sorprender.
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