"Alejandra". Esa era la contraseña del correo de una conocida en la universidad. No la descubrí por mis increíbles dotes de hacker ni nada por el estilo; simplemente un día, en una sala de computadores, Carlota, la mujer a la que hago referencia, estaba sentada a mi lado y mientras tecleaba su clave, la dijo en voz alta como si se la estuviera dictando, sin importarle que las personas a su alrededor, como yo, la escucháramos.
Carlota iba unos tres semestres adelante del mio, y no tenía ningún tipo de interés en ella, pero no sé por qué razón su contraseña se me grabó en la cabeza. Al día siguiente, ingresé a chimosear su correo, pero no encontré nada que me llamara la atención. No sé con qué fin hice eso y ya ni recuerdo qué E-mails vi. Volví a a hacerlo al siguiente día, como si en unas cuantas horas Carlota hubiera tenido acceso a un gran secreto pero ocurrió lo mismo, los mensajes de su correo electrónico no tenían nada interesante, o por lo menos nada que me llamara la atención.
Después de eso perdí por completo el interés de esculcar la vida virtual de Carlota, hasta que un día volví a recordar el episodio en la sala de computadores, y en otro ataque de voyerista virtual, digité su correo y la contraseña. La había cambiado.
No entiendo por qué le damos ese carácter ultra-secreto a la información que guardamos en nuestro(s) correo(s) electrónico(s). Como siempre nos damos unas ínfulas de importancia que no tienen razón de ser y creemos que la información que manejamos, es similar a la que Edward Snowden tuvo en sus manos .
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