Hace unos días tomé el ascensor en mi edificio. Cuando llegó a mi piso, una mujer abrió la puerta pensando que ya había llegado al primero. Era rubia, tenía el pelo largo y ondulado, aparte de unas facciones finísimas. Me pareció muy bonita.
Alcanzó a salir del ascensor y dio unos pasos, hasta que cayó en cuenta que no era el primer piso, me sonrió y se volvió a meter. Fueron solo unos cuantos segundos, en los que me quedé mirándola como bobo.
Es probable que haya imaginado una cita con ella, incluso un viaje y que me haya hecho la pregunta ¿y si es mi alma gemela? (la velocidad del cerebro para crear fantasías es increíble). Ya adentro del ascensor, el único rompe-hielo que se me ocurrió utilizar para mi media naranja, esa persona tan difícil de encontrar, fue un seco y sonoro “buenas”.
“Buenas” es la palabra perfecta para saludar en la tienda de barrio; para esperar a que a uno le respondan: “buenos días vecino, ¿qué se le ofrece?”, pero creo que no lo es para abordar a una mujer que no se conoce, mucho menos si es el alma gemela.
Pero ¿cómo saberlo? Tal vez "buenas" si es el mejor saludo para interactuar con una desconocida pues, ¿qué me hace pensar que esos exfuturos, como diría Faciolince, con los que uno se cruza frecuentemente, están a la espera de un coqueteo en cada interacción que tienen a lo largo del día, desde el tendero de la tienda de barrio hasta un tipo X que se la encuentra en un ascensor?
Luego de nuestro repentino encuentro, la mujer se miró al espejo para arreglarse el pelo, bajo mi atenta y, tal vez, fastidiosa mirada. Mi cabeza trabajo a mil por hora, buscando una frase para complementar el "buenas", pero no sirvió de nada; fue como si el uso de esa palabra hubiera abrasado toda mi capacidad cognitiva.
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