Barcelona en primavera. Es raro que a las 7 de la noche todavía sea de día. Las estaciones y sus maravillas para quienes solo están habituados a sol, la lluvia , la noche y el día.
Habían salido a caminar por Las Ramblas, pero estaba repleta. Conversaciones, risas, mucho ruido. Un mar de cabezas presenciaba los espectáculos artísticos de la calle: bailarines, pintores, músicos, estatuas callejeras, cualquier cosa.
Tanto caos no era lo suyo. Después de caminar un largo rato, terminaron en un Chiringuito del Mar, ¿Cómo no aprovechar la playa de noche? Pidieron cerveza y mojitos y hablaron mucho, de todo y de nada, como siempre.
Cuando el sol por fin se rindió ese día, arrancaron a caminar sin un rumbo definido, a puro modo flanerie, sin objetivo, sin un destino definido, el camino abierto a cualquier posibilidad.
Fieles a esa conducta llegaron al Barrio Gótico, con sus edificios y calles de piedra, y sus gárgolas expectantes. Entraron a un restaurante, donde los atendió un mesero cubano, que les explicó todas las bondades del pan Tumaca y la forma correcta de prepararlo. Después de un par de preparaciones, esparcían el ajo, tomate y aceite sobre las rodajas de pan, como si fueran Catalanes.
Salieron del restaurante y doblaron en la primera esquina de su trayecto. Vieron a un grupo de personas arremolinadas en la entrada de en un edificio. Se acercaron para ver a qué se debía el alboroto: un concierto de guitarra clásica en una cripta.
Un concierto no estaba dentro de sus planes, así que era una obligación comprar las boletas. Adentro, en una tarima improvisada, habían dos sillas que esperaban a una pareja de guitarristas. El sitio estaba iluminado por varios candelabros con velones, con sus llamas danzando en la oscuridad.
Los músicos aparecieron, saludaron al público, se dieron un beso y luego comenzaron a rasgar sus guitarras.
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