Hay días en los que hace mucho sol y las noches son muy frías. Tal vez, más allá del cambio climático, eso también se debe a un equilibrio que pretende mantener el universo. Parece que el clima de Bogotá trata de ir a la par de su caos diario y no es más que una mezcla variopinta de frio, calor, lluvia, granizo y viento.
Hace unos días compré unos pastelitos gloria, de esos que se comen de un solo bocado y con los que uno llega a pensar: "como son pequeños, no hacen el mismo daño que uno grande".
En un edificio a pocas pocas cuadras de mi casa, dos niñas (por su parecido supongo que eran hermanas) recicladoras escarbaban una caneca. Como bloqueaban mi paso, decidí salir del andén para caminar por la calle.
Justo cuando las iba a pasar de largo, una de ella, de cara bonita manchada por su trajín diario, ojos tan oscuros como el petroleo y el pelo recogido en una cola de caballo me dijo algo. Como tenía los audífonos puestos no escuché nada ; supuse que pedía dinero. Me quité los audífonos para ver que era lo que quería, y nuevamente soltó su frase con un nivel de ternura que desarma al ciudadano indiferente, usted sabe querido lector, ese en el que nos solemos convertir a causa de esta mole de cemento, carros, angustias, smog, y grandes dosis de indiferencia que llamamos ciudad.
"Tiene algo de comer que me pueda regalar?"
A veces algunos sucesos encajan perfectamente. Ese día no había comprado los pasteles para mí.
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