Es sábado y está temprano. Ella, una mujer que lleva una blusa blanca resplandeciente que, parece, ilumina su cara, está acompañada por él, su novio, y su hijo de 5 años.
El pequeño se distrae con el individual y dice que quiere colorearlo. La mama le dice que hoy no hay crayolas; el niño reacciona de mal genio y hace un amague de berrinche que pronto es aplacado por la mamá con una seguidilla de palabras melosas y la promesa de un premio según su comportamiento. El niño calla, pero se nota que está malhumorado.
Ella se muerde un labio y le sonríe a él, su pareja. “Por qué no le hice caso a mamá de dejar el niño en la casa?” piensa. Él, el hombre, que no ha pronunciado palabra hasta el momento, como leyéndole el pensamiento, le dice que tranquila, que se relaje, que la van a pasar bien. Ella responde con una sonrisa nerviosa. El niño dice incoherencias a las que ninguno de los adultos pone atención. mientras sus miradas intentan descifrar lo que el otro está pensando.
La mesera llega a tomarles el pedido. Lo hace muy rápido y por un momento parecen una familia tranquila. Ella, la mujer de la blusa blanca resplandeciente, imagina que tal vez si existe la posibilidad de un futuro junto al hombre que tiene al frente, pero es la primera vez que salen con su hijo, y a él le incomoda la presencia del niño.
Tiempo después, la mesera los saca de sus pensamientos cuando pone una canasta de pan encima de la mesa. La conversación entre ella y él está repleta de silencios incomodos, que sólo son alterados por los comentarios del niño, a los que la mamá responde con ternura y el hombre, sin saber bien cómo actuar, sólo sonríe y lanza palabras tímidas y desconectadas a la situación.
Luego de un rato de aparente calma, el niño comienza a hacer un berrinche relacionado con los panes. No le gusta el que pusieron en su plato y exige que se lo cambien. El hombre, desesperado con su comportamiento, toma un pan de la canasta, otro de su plato y los amontona en el plato del pequeño, al tiempo que lo mira como diciéndole “Ya, ¿feliz?”.
El niño deja de llorar y le da un mordisco a cada pan, luego se concentra de nuevo en el individual. La mujer y el hombre intercambian otras palabras que amortiguan con sonrisas cargadas de pena y fastidio respectivamente.
Piden la cuenta, pagan y abandonan el lugar de prisa, cada uno, incluso el niño, sumido en sus pensamientos.
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