Hoy me encontré con Clara en un café. En la universidad todo el mundo la conocía como Clarita. En ese entonces, un amigo insistía que el caminado era una de sus mejores características, más aún cuando se ponía pantalones apretados que resaltaban su atractiva figura.
Rubia, alta, ni flaca, ni gorda, apretadita dirán algunos, llamaba o llama mucho la atención, y el contraste que generaba con su mejor amiga de ese entonces, una mujer de piel trigueña, nariz respingada y pelo tan negro como el petróleo, de la que parecía no separarse ni un segundo, era como un brochazo de pintura negra en una pared blanca.
Yo estaba distraído, y la escuché hablando fuerte a mis espaldas. Volteé a mirar quién era y le sostuve la mirada un segundo, sin haberla reconocido, hasta que ella fue la primera en hablar: “Hooooola, ¿cómo estás?, ¿y tú qué?” me preguntó, con la misma sonrisa resplandeciente de siempre, mientras me ponía de píe y ambos dabamos unos pasos para sellar el saludo con un abrazo.
Lo más chévere de Clarita, aparte de su belleza, es que siempre le ha hecho honor a su nombre. Es de ese tipo de personas que uno siente transparente, que no fingen sus gestos, en resumidas cuentas, que no es doble.
Luego del saludo me presentó a su acompañante, un man con barba, del que olvidé el nombre al instante. Clarita, como siempre había captado toda mi atención.
Aturdido por su descarga de energía, no recuerdo cuál fue mi respuesta a su saludo. “Por acá a disfrutar de un cafecito” fue la suya, luego nos despedimos.
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