El hombre escribe mientras el cielo se oscurece rápidamente. Al cuarto sólo lo alumbra la luz de una lámpara de escritorio, que refleja unas sombras sobre la pared, y que tiene una calcomanía que dice: “Cuidado: Para reducir el riego de incendio use bombillos tipo A de 75 Watts.” “ ¿Cuál es el miedo? A veces es mejor arder, ¿no?” piensa, “¿acaso no lo dijo Neil Young y luego lo reforzó Cobain?: “es mejor quemarse que desvanecerse”
Las paredes de la habitación son blancas, pero las imagina púrpuras. Alguien, no recuerda quién, una vez le dijo que ese era el color de la tranquilidad y que, en momentos de angustia, terror o temor, solo bastaba con respirar profundamente y pensar en ese color para calmarse. Hace el intento. Deja de teclear por unos segundos para convertir su mente en un mar púrpura, pero una estampida de pensamientos lo atropella, le hace olvidar la respiración y la pared vuelve a ser blanca.
Al rato recuerda otro color, el amarillo, una amiga que se esfumo de su vida, como si hubiera ardido, una vez le contó que cuando quisiera pasar desapercibido, tan solo tenía que concentrarse e imaginarse rodeado por una burbuja de color amarillo. Ella escuchó la historia de una mujer que iba por un callejón en el que había unos rateros que no la vieron, gracias a que paso por delante de ellos inmersa en su burbuja amarilla imaginaria.
Sonríe, le gusta ese relato poco creíble, pero no sabe qué tanto funcionarían las historias si no les inyectáramos una fuerte dosis de credibilidad, por más fantasía que sean. Toma un sorbo de jugo de naranja, sabe bien, le agrada cuando da con la proporción de agua y zumo justa, al igual que con la cantidad de azúcar, no mucha, menos de un cuarto de cucharadita.
Se muerde los labios. ¿Por qué nadie lo llama?, ¿por qué nadie le envía un mensaje que lo distraiga del remolino en el que se ha convertido su cabeza? “Acaba de sonar, ¿cierto?” se pregunta. El aparato se está cargando. Se desliza hacia atrás en la silla para revisarlo. Sabe que lo había dejado en silencio, pero considera vital mentirse, acaso ¿quién no lo hace?
Apenas lo desbloquea le pone sonido. La pantalla le dice “6 mensajes de dos chats”: Uno, es de una amiga que le envía puros emoticones. Se supone que son alegres, pero a él no le dicen nada. Recuerda la canción de los Beatles que dice que “la felicidad es un arma caliente”. Así lo cree, está sobrevalorada y repudiamos la tristeza como si fuera un ente maligno que sólo nos conduce a la desgracia.
Cree que ninguna postura, per se, es buena o mala, sólo dos fuerzas que se equilibran como muchas otras cosas en la vida: la muerte y la vida, la noche y el día, el queso y el bocadillo, el sonido y el silencio. El otro mensaje es de una conversación de un grupo de más de 10 personas, en la que se habla de todo y de nada; más bien, le parece, una competencia de egos.
La batería está al 79%, “¿será una señal?” se pregunta, juega con él número, le da la vuelta, 97, ese no le gusta, prefiere el otro. “1979” piensa ahora, ¿qué pasó ese año? no lo recuerda, o no importa, da lo mismo. Si fuera numerólogo seguro le sacaría algún significado importante al número.
Una notificación del celular lo trae de vuelta al cuarto de paredes blancas o púrpuras, a la lámpara y su bombillo que no descansa, al vaso de jugo ya desocupado, “¿quién será?” se pregunta.
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