Llevo varios días con una gripa, tratada a punta de agua de panela con limón, que no parece mejorar. Voy al médico y me receta unas terapias respiratorias. La sala de espera del lugar está llena de personas con caras largas y tristes envueltos en bufandas y con tapabocas.
Le pregunto a la mujer en la recepción que cuantos turnos hay para terapia respiratoria, “dos o tres” me responde. “¿Será que alcanzo a comprarme un café ahí?” Doy media vuelta y le señalo ahí: un carrito sobre el andén que ofrece todo tipo de bebidas calientes. “Sí claro, con este frío” y luego ríe fuerte. Le sonrío, me gusta su actitud.
De vuelta al centro médico y con el capuchino en la mano, me dirijo hacia la vending machine y me decido por un paquete de “bocaditos”, unos pasteles gloria del tamaño de una falange.
Mientras tanto alguien grita, como si lo estuvieran torturando, en uno de los consultorios. Imagino que es un paciente infectado con un virus tipo Zombie que esta en la etapa de trasformación y que pronto va a atravesar las puertas para comenzar a infectarnos a todos a punta de mordiscos, miro a mi alrededor y no cuento con ningún arma para estallarle la cabeza al muerto viviente, si tal situación llega a ocurrir, mi mejor opción es la sombrilla, pero me veo más bien engrosando la filas de los zombis, “Que peleen los otros pacientes” pienso.
Saco el Kindle y decido leer un capítulo de Guerra y Paz; en él Tolstói habla acerca de una línea intagible que separa dos ejércitos y que se asemeja a la línea que separa los vivos de los muertos en la que se encuentra incertidumbre, muerte y sufrimiento. También dice que tememos y añoramos cruzar esa línea y sabemos que tarde o temprano la debemos cruzar para saber qué es lo que se encuentra ahí o allá. De igual forma vamos a aprender, de forma inevitable, que nos espera en el lado de la muerte.
Pienso cuantos de los que nos encontramos en la sala estamos caminando sobre esa línea, no solo por cuestiones de salud, sino porque así lo quieren el destino, el universo o nuestras vidas. En ese instante alguien pronuncia mi nombre, tomo el vaso de capuchino al que todavía le queda un poco más de la mitad, la sombrilla, mi maleta y me dirijo hacia la sala de terapia respiratoria.
Ya en el lugar, la enfermera me pregunta: ¿Cómo hacemos? Haciendo referencia a la bebida que llevo en la mano. Hago el ademan de poner el vaso sobre una mesa y me dice “igual no lo voy a sentar acá”. Las sillas están ocupadas por dos mujeres que me miran por encima de unas mascarillas de pilotos de avión de combate. Termino en fondo blanco la bebida, y la enfermera me dice: “sígame por acá. Me voy detrás de ella a un lugar repleto de habitaciones separadas por cortinas azules.
Me siento en una silla, la mujer me conecta la mascarilla y dice “Respire únicamente por la nariz”. Como no tengo nada más que hacer, me concentro en mi respiración y noto que está muy pausada. Cada vez que boto el aire sale mucho vapor de la mascarilla y recuerdo como, cuando era pequeño y el clima estaba muy frío, exhalaba aire duro para simular que fumaba.
Hago un gran esfuerzo para no quedarme dormido; mi respiración está muy relajada y siento que podría quedarme por el resto de mi vida en ese pequeño cubículo, con una camilla a mi izquierda, una estructura metálica con ruedas y dos canecas, una roja y la otra verde, que están muy limpias. Al frente una cortina azul tapa otro cubículo, me pregunto que se encontrará detrás de ella, “¿El Zombie?” Hace rato que dejo de gritar, quizás escapó o alguien le estampo un objeto en su cabeza, la única forma, creo yo, de acabar con uno.
En cierto momento dejo de pensar cosas y sólo me acompaña mi respiración.
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