No sabe cuánto tiempo le ha dedicado al primer párrafo de su obra. Cada día lo lee varias veces, mentalmente y en voz alta, y vuelve a editarlo, le cambia la puntuación, reordena las palabras y lo saborea hasta el cansancio; incluso, cuando el desespero lo embarga, lo borra y vuelve a escribirlo desde cero, dando inicio una vez más a ese ciclo que se repite y que quién sabe cuándo va a lograr romper.
Ya tiene claro qué es lo que quiere narrar, la escena con la que quiere iniciar, el sentimiento a transmitir, la manera en que van a interactuar los personajes, pero siente que si ese primer párrafo no es contundente, y que si no tiene sentido alguno, no vale la pena continuar. Hay días en que cataloga las pocas líneas como el inicio de una obra que va a sacudir los cimientos de la literatura, pero en otros le parece una completa basura. Muchos le han asegurado que la perfección no se puede alcanzar y le recomiendan que no sea tan obstinado. Sabe que nada es perfecto, pero siente que su primer párrafo se puede acercar mucho.
Quiere que las líneas sean una descarga de adrenalina en el lector, una bofetada, que los sacuda de alguna forma y de la que no se puedan recuperar fácilmente.
“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Por ejemplo, ¿Cómo no estremecerse con el inicio de la novela de Kafka?, se pregunta.
“La música clásica me la pone dura” es la altiva frase con la que James Rhodes abre Instrumental, ls obra autobiográfica del pianista que leyó hace poco. Rhodes queda en deuda con el lector en las 275 páginas restantes, en las que debe demostrar por qué es tan poderoso ese vórtice de palabras que crea y nos succiona con tanta fuerza.
Piensa que su primer párrafo debe contener la historia que se pretende contar y miles de historias paralelas quizás igual de importantes que la principal.
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