miércoles, 31 de enero de 2018

No importa

No importa que su anti-librería (libros que posee, pero no ha leído) aumente todos los meses. Miles de veces se ha propuesto, prometido nunca, no comprar más libros. “Solo voy a mirar” es una de las tantas mentiras que se dice, pero casi siempre algo despierta su curiosidad y termina cediendo. 

Pocos entienden todo placer que siente cuando les quita el plástico transparente que los envuelve, y mucho menos la alegría que le da oler sus páginas: ese ese olor a tinta, a viejo, a recuerdos, que desprenden las páginas.

No le importa si son digitales o físicos, el fin, que no es otro que leer lo que le permita su corto paso por el mundo, justifica los medios. 

Leticia lee lo que caiga en sus manos, y son contadas las ocasiones en las que ha abandonado una lectura. Ha escuchado decir a algunos lectores que no se debe perder tiempo con libros que después de unos capítulos no la atrapan, pero ella cree que si se topó con un libro es por algo, un orden universal, digamos, con el que no se debe entrometer, sino seguirle la corriente, pues los libros son más listos que nosotros. En caso de ir en contra, está convencida de que le ocurrirían tragedias a ella o a algún ser querido; esas y otras manías ha adquirido con la lectura.

Cada compra es una descarga de dopamina que la pone alegre, que le hace olvidar penas, ya sean grandes o pequeñas, que la ubica mejor en el mundo. Cada libro, cada aventura, cada nuevo personaje que se entromete en su vida es un resquicio por el que se cuela una luz de esperanza en su vida, ante una rutina que cree la consume y, poco a poco, la va despojando de su humanidad, dejándola a oscuras, a la deriva, y obligándola a andar a tientas o a puntas de tumbos.

Cuando el escritor termina su charla, a Leticia no le queda otra opción que rendirse ante sus impulsos, pues nada como tener un ejemplar firmado y, de ser posible, con una dedicatoria.

martes, 30 de enero de 2018

Sorbos

Deciden entrar al lugar. La música, son cubano, suena muy fuerte. Las mesas y sillas del lugar están ahí, al parecer, sin cumplir ningún fin estético o simétrico, como si alguien las hubiera batido entre sus manos y luego lanzado como un par de dados.

El grupo se sienta en una de las mesas y todos sus integrantes ordenan cerveza, el trago que predomina en el lugar; varias botellas vacías de esta bebida reposan enfrente de los otros clientes.

Una vez se sientan, los amigos no hablan, igual es casi imposible hacerlo con el nivel al que suena la música. Les dan sorbos a sus botellas y, de vez en cuando, intentan decirse algo con miradas y sonrisas cómplices.

Les gusta haber llegado a ese acuerdo tácito. Cada uno rumie sus pensamientos, recuerdos o planes a futuro, convencidos de que a veces es bueno estar acompañados y solos al mismo tiempo.


“Las lágrimas no curan heridas, opino que no se debe llorar”canta Roberto Roena en su Guaguancó Del Adiós, pero es difícil precisar por qué lloramos.


“Derramar lágrimas” define la RAE la acción de llorar, de nuevo se limpian las manos. Lo mismo ocurre con llorar: “Cada una de las gotas que segrega la glándula lagrimal”, aunque todos sabemos que llorar implica mucho más que eso. El artista, igual que los de la RAE, se lava las manos al decir que solo opina, en fin.

En la mesa de enfrente un hombre y una mujer beben, cerveza por supuesto, y el primero le da de comer en la boca a su pareja, cita o quien quiera que sea, papitas a la francesa. La mujer se las acepta con desgano, y cada cierto tiempo comienza a mover su tronco de atrás hacia adelante y aplaude intentando llevar el ritmo de la canción a golpe de clave, y alterna sus movimientos con largos sorbos que le da a su cerveza. 

Más atrás, en una de las mesas contra la pared una mujer está sola. Inspecciona el lugar con su mirada y lo único que mueve son sus manos que no paran de revisar el celular, y que también le sirven para llevar el pico de una botella a la boca. Tiene un vestido corto con un estampado naranja de flores y varios tatuajes que más bien parecen manchas, pues la tenue luz del lugar no permite precisar qué son. 

Los amigos dan los últimos sorbos a la segunda cerveza de la noche, pagan la cuenta y abandonan el lugar. Apenas pisan los adoquines de la calle empiezan a charlar.

miércoles, 24 de enero de 2018

Templo Urbano

Un hombre está sentado cómodamente sobre un sofá y lee. Detrás de este queda ubicada la barra del lugar, que es pequeño y sólo tiene 2 mesas, cuatro sillas más el sofá, en el que se pueden sentar cómodamente 4 personas. 

En la mesa que el hombre tiene enfrente reposan algunas revistas y una bandeja de madera con una porción de torta y un cappuccino que le acaba de traer la barista, una mujer joven, menuda y con buena actitud, que no para de sonreír cada vez que establece contacto visual con él. 

Parece que el hombre disfruta mucho de su lectura, no despega la vista de la pantalla, lee en un Kindle, y le es ajeno el ruido: cubiertos que chocan con vajilla, café que se muele, chorros de agua, que produce la mujer mientras trabaja.

De un par de parlantes que no están a la vista sale música suave sale; las canciones que predominan son de esas colecciones de covers en Bossa Nova de canciones de Rock y otros géneros; suenan los Stones, Guns and Roses y también Bob Marley.

El ambiente del lugar se presta para ponerle freno a la vida, ya sea por un par de horas, lo que dure la lectura del capítulo de una buena novela,  una conversación acompañada de dos bebidas calientes, o, mejor aun, un espacio en el que se puede prescindir del tiempo y lasinnumerables formas que tenemos para medirlo, uno para sentarse a ver pasar gente

En la mesa adelante del lector se encuentra un hombre con barba, que teclea desinteresadamente en su portátil, actividad que intercala con revisar su celular.

Se aburre o termina su trabajo y al rato llega una mujer rubia y ocupa su lugar. Parece una cliente frecuente, pues la barista la saluda por su nombre. “Hola Manuela, ¿qué quieres tomar hoy?, le pregunta.
“¿Qué tienes rico?”
“Té, Café, vino, cerveza, ¿qué te gustaría?"
“Dame, un chai”
“¿En leche o en agua?”
“¿Cómo queda mejor?, 
“Depende cómo te guste”
¿en agua si queda pintadito?”
“Sí”
“Dámelo en agua entonces.”

Al rato la barista se lo sirve y lo mujer, que produce como un ruido de campanillas cuando gesticula, pues bate todas las pulseras que lleva en su muñeca derecha, exclama: “¡ja! Dizque quedaba pintadito” y esboza una sonrisa cómplice, de camaradería, sincera, lejana a la hipocresía. Luego se sienta. Cruza las piernas, mira al hombre que lee que no repara en ella, y comienza a saborear su bebida despacio, como si fuera su única misión en la vida.

martes, 23 de enero de 2018

Extremista

“Nahh muy extremista”, así me dice mi hermano cuando le cuento sobre una columna que escribí, que tiene que ver con una operación que le hicieron a nuestro padre el jueves pasado.

Ese día, mientras estábamos en la sala de espera, todo eran extremos: una puerta que daba a la sala de cirugía y otra al pabellón de maternidad, muerte y vida, alegría y tristeza, tensión y relajación. A veces los extremos están a punto de tocarse justo enfrente de nuestras narices y no nos damos cuenta, en fin. 

En el lugar un celador voceaba el nombre de los pacientes que acababan de salir de cirugía, y sus familiares se apresuraban para ir a hablar con el doctor para ver si todo había salido bien. El tiempo que duramos en ese lugar, al parecer, todas las noticias fueron buenas, en resumidas cuentas, ningún paciente falleció durante la cirugía.

Justo después de que nos llamaron a nosotros, para decirnos que todo había salido bien, me pregunté como será en aquellas ocasiones en las que no es así, cuando las noticias que se tienen que dar son malas, incluso intenté conversar un poco con el celador encargado de decir los nombres de los pacientes, pero creo que no formule bien mis preguntas, pues sus respuestas fueron parcas, evasivas, como generales.

Tal vez si tenga algo de extremista, que no está mal, pues creo que una de las obligaciones de escribir es tratar de explorar los extremos, los bordes, esos lugares en los que no nos sentimos seguros.

“Why pay so much attention to the edges? Because telling Stories
takes time and energy, and only at the edges is it worth the expense.
Exploring the well-known simply does not pay off.”
— Cynthia Kurtz —

lunes, 22 de enero de 2018

Desconectarse

Desde haces unos días me ha costado trabajo dormirme. Apenas cierro los ojos, los pensamientos no paran de llegar. No me producen angustia ni nada por el estilo, pero me embobo con ellos y evaluó mil opciones para situaciones que viví o espero vivir, o tal vez si sean nervios de algo, quién sabe que; algún detalle que no logro ubicar, pinpontear, esta palabra debería existir en nuestro idioma, y que me está desequilibrando de alguna manera, lo que deriva en ese problemilla al intentar dormir. 

No quería escribir problemilla, para no darles el placer de corregirme a esos místicos y gurús de la superación personal, que creen necesario hablar con términos positivos y evitar los negativos, pero dure un rato buscando alguna palabra que la remplazara y no la encontré. Tantas ganas de andar bien y feliz a todo momento a veces aburren, ¿no creen?, pero bueno, sigamos con lo de la dormida.

Ayer, dado el inconveniente, decidí utilizar una aplicación de celular con sonidos, digamos, hippies: Olas que se estrellan contra una orilla, trinos de pájaros que imagino exóticos, insectos, etc. mejor dicho toda la naturaleza en una verraca aplicación.

Me decido por uno que se titula “Theta Nature20 – Binaural Soundscape”. Por alguna razón, decido que el nombre indica que son sonidos con frecuencias que calman el cerebro, no sin antes acordarme de Binaural, un album de Pearl Jam. Específicamente llega Grievance a mi cabeza, y la canto mentalmente por un rato, hasta que recuerdo que estoy intentando dormirme. 

Me pongo juicioso en la tarea, pero ahora pienso cuanto tiempo ha pasado desde que me propuse dormir y hago cálculos de cuantos minutos de sueño he perdido. Parece que los pensamientos han amainado y aparecen con menos frecuencia, debido, imagino, a ese paisaje sonoro que llevo escuchando por un rato. 

Ahora le presto especial atención a la pieza. Es agua que cae de una cascada, y la acompañan sonidos de cuencos tibetanos, muy oriental y mística la cosa. Caigo en cuenta que estoy muy concentrado oyendo los sonidos y que no logro desconectarme como quiero. Aburrido, cierro la aplicación, y luego, no tengo idea en cuanto tiempo me quedo dormido.

Una amiga asegura que lo que me ocurre es que debo evitar meterle información al cerebro antes de dormir, “¿Qué haces antes de dormirte? Escribir, ¿cierto?” responde por mí. Y yo  complemento lo que dijo: “A veces también veo televisión o leo” —Incluso, a veces, hago las tres—“Tienes que intentar irte a dormir a la misma hora todos los días y lo más relajado posible”, concluye.

domingo, 21 de enero de 2018

Deuda

Esta semana adquirí una deuda con este blog, conmigo; a ver me explico: Siempre intento escribir acá mínimo 5 días de la semana, y resultan raras las ocasiones en las que escribo más. Como bien sabrá ese gran lector(a) asiduo a este, su blog, me gusta producir ese quinteto de textos de Lunes a Viernes, pues los escritos de fines de semana me parecen extraños, como ajenos, en fin, pendejadas que uno se inventa y termina creyendo.

Hablemos ahora de ese lector asiduo; me gusta imaginar que hay alguien en algún lugar del mundo, que siempre lee mi blog, un lector al que, por alguna razón, le suelen resonar mis textos. De ser así, también adquirí una deuda con él/ella ya que con este, sólo serán cuatro los posts de esta semana.

Ayer en la noche y parte de la madrugada del día de hoy, en un arrebato de culpa por no haber cumplido con mi rutina semanal, escribí el segundo borrador de una historia que tiene como protagonista a Radiša Dobrilo, un francoritador Serbio inmerso en un momento de tensión, cuando se encuentra en la azotea de un edificio de 10 pisos en Zagreb Croacia. Un relato, que no había tocado en dos años, y con un tema que me cuestiona mucho, desde que leí “El Chelista de Sarajevo” que, humildemente, recomiendo a quien le guste leer.

Me gustaría, algún día, poder mostrarle la versión final de esa historia a ese lector(a) de mi blog para que vea que la deuda que adquirí no fue tan grave.

miércoles, 17 de enero de 2018

¿Hasta dónde?

Laura ha sido una mujer exitosa toda su vida. Se graduó con honores del colegio y en su paso por la universidad no dejó de cosechar triunfos y recibir buenos comentarios, acerca de lo aplicada y brillante que era. Todos quienes la conocían le vaticinamos un futuro lleno de éxito, por lo menos un éxito cobijado bajo la definición que aceptamos de ese término casi sin chistar, es decir: dinero, lujos, cargos importantes, viajes etc. pues eso creemos en silencio acerca de ese tipo de gente brillante y especial.

Éxito, jodida palabra. La RAE, sus eruditos o quién sea el encargado de redactar significados, se lava(n) las manos y a semejante palabra tan aguda, aunque esdrújula, vea usted, le dan tres breves significados , de  aire ramplón, en fin.

Pero no nos desviemos del tema, volvamos con Laura o Lauris como le decían sus amigas más cercanas, y quién no perdió ni una sola materia en su vida. Yo, que perdí una que otra, sobre todo en la universidad, me cuesta pensar en esas carreras tan libres de fallos, tan perfectas, tan, no queda más que decir, exitosas.

Luego de hacer un doctorado en finanzas en la stockholm school of economics. Una corredora de bolsa ubicada en Nueva York, la fichó, pues prometía ser la superestrella que iba a mejorar la operación de la compañía en gran medida, entiéndase, generarle más dinero.

Ahora Laura vive sola en Nueva York, en un loft al que no le falta nada, un decir, pues Laura sueña con un hombre que le de un abrazo por las noches cuando llega del trabajo. Poco a poco a llenado el lugar con todo tipo de objetos, pues al principio cuando tenía pocos muebles la aterraba el eco que producía al hablar duro o con cualquier ruido fuerte.

Y es que los vecinos no la ayudan. En vez de que en el apartamento de enfrente viva un hombre más o menos de su edad, soltero, igual o más exitoso que ella, aunque esto último lo considera difícil; con barba rala, como tanto le gusta, y la corbata floja, así se lo imagina llegando del trabajo, tiene que soportar la imagen que proyectan Rachel y Kurt; ella una artista que no ha vendido medio cuadro en su vida y él, un hombre dedicado a la construcción, y también está Matilda, su hija, una rubia de 5 años que bien podría aparecer en todos los comerciales de niños pequeños del mundo entero.

“¿Hasta dónde tanta perfección?” Me preguntaba Laura el otro día. Evadí la pregunta y propuse otro tema. Nunca supe si se refería a ella o a Rachel y Kurt.

martes, 16 de enero de 2018

La verdad

El año pasado comencé a leer Guerra y Paz, una novela que decidí combinar con otras lecturas, pues creo que si solo estuviera dedicado a ella me aburriría. Que quede claro que me refiero a su lectura, más no la historia que plantea, pues es muy difícil no encontrarle algo que resuene en uno. Y es que estamos hablando de Tolstói, que puede que como varios escritores rusos sea denso, pero no queda duda de que fue un verraco, un putas para describir emociones humanas. Alguien que facilito podía narrar 10 páginas de solo una mirada entre dos personajes, con un estilo tan sabroso que es imposible que sus lectores se aburran.  Por algo Virginia Woolf, en sus diarios, se preguntaba como habría abordado el ruso una escena:

"He makes a woman confess. How does he do it? In the third 
person—a scene that should be moving, impressive. Think 
how Tolstoy would have done it!’"
- A writer's Diary (1918-1941) -

Ayer leí un aparte de la novela que, en medio de su sencillez, me pareció que contiene una verdad, ¿cuál?, se preguntará usted, estimado lector, y pues no sé qué responderle, pero esas líneas contienen algo que si lográramos descifrar en su totalidad nos ayudarían a comprender el sentido de la vida, creo yo. De pronto no es así, sino que simplemente está jodídamente bien escrito, o también puede ser que, por alguna razón, algún recuerdo guardado en mi memoria, resonó muy fuerte para mí justo en el momento que lo leí. 

Berg, un teniente y un man medio tarado la verdad, así lo deja ver el narrador, cuando lo presenta: “ ‘See how I managed from my first promotion’. (Berg measured his life not by years but by promotions.)", ofrece una recepción, a la que invita pura gente importante solo por aparentar, para que vean que el puede dar una fiesta a la altura de las mejores fiestas de la ciudad. 

Cuando Pierre Bezukhov, uno de los personajes principales, llega a al lugar, es ahí cuando Tolstói escribe la verdad de la que les hablé: “They received Pierre in their small, new drawing-room, where it was impossible to sit down anywhere without disturbing its symmetry, neatness, and order”.

Con esas pocas palabras recrea todo el ambiente de la sala de estar, sin necesidad de enumerar y describir lo que la ocupa; por eso pienso que es una verdad, es decir, uno de esos aciertos casi perfectos que a veces los simples mortales como nosotros, en lo que sea que hagamos, tenemos. En el caso del ruso, que admitámoslo, estaba muy por encima de nosotros, pues tenía un entendimiento de la vida del que carecemos, la escritura.

lunes, 15 de enero de 2018

Domingo

Olegario siente que en los fines de semana el tiempo transcurre de forma distinta o que, de pronto, lo hace de la misma manera que siempre, pero nuestra experiencia con o hacia él cambia por alguna razón. Él, piensa mientras sonríe sarcásticamente, le molesta esas propiedades de forma e identidad que le hemos atribuido a ese intangible, sólo para jodernos la existencia. 

Últimamente ha pensado mucho acerca del tiempo, y la manera en que lo concebimos. ¿Y qué si no hay un antes o un después, si esa línea de tiempo en la que ubicamos el pasado y el futuro es una mera ilusión y ambos se entremezclan de forma extraña para conformar el presente?, se pregunta, pero no llega a ninguna conclusión o respuesta.

El trascurrir de las horas, con sus cascos de potranca desbocada, es implacable y la tarde se perfila a su fin. Olegario sigue tendido en la cama sin hacer nada, sólo mira el techo corrugado de su cuarto y deja que diferentes pensamientos lo asalten sin prestarle particular atención a ninguno. Siente una particular tristeza y/o nostalgia, pero no sabe a que episodio o recuerdo de su vida le podría atribuir el sentimiento. Maldito tiempo y maldito fin de semana, tanto que lo añoramos para que dure tan poco, y de nuevo de vuelta a esa rutina que nos consume, piensa ahora.

Se pregunta si está deprimido. No lo cree, nunca le han diagnosticado esa condición, pero también cree que no sólo es una enfermedad sino algo que nos ocurre y ya, que todos podemos deprimirnos en cualquier momento y que no hay razón para sentirnos mal por eso. Repara en el tema porque alguna vez leyó un artículo que enumeraba los posibles síntomas de la enfermedad, y uno de ellos hacia referencia a las ganas de no levantarse, de no hacer nada; justo lo que le ocurre en esa mortal tarde de domingo. 

Que se joda la depresión, piensa y, en un arrebato se pone de pie y le lanza dos puños a un rival imaginario. Qué ridículo soy, se dice a sí mismo, y luego se dirige a la ducha.


En ese lugar la pereza otra vez lo ataca. Extiende ambos brazos y los apoya en la pared, dejando que el agua le golpee la espalda y la cabeza por varios minutos. ¿Y qué tal que uno esté deprimido y no crea estarlo?, ¿qué tal que uno, anestesiado por la rutina, las relaciones, el trabajo, el estudio, los hobbys, nunca lo sepa?, se pregunta ahora.

Concluye que su remolino existencial se debe a que no ha probado bocado desde las 7 de la mañana, hora en la que engulló un paquete de galletas integrales acompañadas con un café aguado. 

Ya con otros asuntos en la cabeza, sale a almorzar.

viernes, 12 de enero de 2018

Creer en algo

Una vez, ya hace un par de años, charlé con un Antropólogo y por esos giros inusuales de las conversaciones, tocamos, tangencialmente, el tema de la religión. Me imagino que fui yo quien intento llevar la conversación hacia ese terreno lodoso, pues ese día había visto una noticia de un grupo fundamentalista que había realizado unos atentados simultáneos en un país, ¿Indonesia, tal vez?, asesinando a cientos de civiles, en nombre del dios al que le hacen barra. 

Indignado, yo le decía al antropólogo, un hombre calvo, que siempre vestía de negro, y llevaba unas gafas de marco grueso que le daban un aire sabio, que las religiones no deberían existir, que sólo generan problemas, segregación y odio. 

El hombre, después de que terminé de hablar, espero unos segundos para responderme. Me dijo que entendía mi posición, pero que era muy fácil decir eso de: “Las religiones no deben existir”, y me contó que una necesidad innata del hombre, la raza humana, entiéndase nosotros, era tener algo en que creer. Luego de eso, Adriana, una mujer que estaba tomando un curso con nosotros, nos saludó y ocupó mí pensamiento, pues me interesaba. 

Me acordé de ese episodio cuando vi hoy, sobre un mueble de mi cuarto una bolsita plástica con lentejas, amarrada con un lazo azul. Según tengo entendido, hacen parte de un ritual para terminar bien el año, que nos asegura abundancia en el siguiente.

No sé quién es el encargado en mi familia de hacer los paqueticos, pero siempre recibo uno, que luego encuentro en algún bolsillo, y pongo en cualquier lugar del cuarto. Quién sabe dónde estará el del año antepasado, en fin. 

Ahora me pregunto por qué no boto los paqueticos si no creo en esas vainas. De pronto es un miedo inconsciente, es decir, muy en el fondo, alguna región de mi cerebro si cree en ese tipo de cábalas. Los botaré para llevarle la contraria. 

Lo mejor del asunto de las creencias es que más allá de tener la necesidad de creen en algo, uno puede creer en lo que se le dé la gana: Literatura, dios, religión, la carta astral, sexo, fútbol, noviazgos a larga distancia, ovnis; una lista interminable y con la que nos asombraríamos al conocer en qué creemos algunas personas, pues la verdad es que todos andamos un poco jodidos de la cabeza y somos buenos para camuflarnos como personas normales.

jueves, 11 de enero de 2018

Despacito

Un reciclador arrastra una carreta por una calle. En un cruce, un semáforo en rojo lo obliga a detenerse. El hombre suelta las agarraderas del vehículo, y este se inclina hacia atrás debido al peso que lleva.

El semáforo se pone en verde. El hombre, que tiene manchas de suciedad en la cara, levanta la mirada y alza su propio peso agarrando los soportes de madera con los que arrastra la carreta. Esta no se mueve así que, sin soltar las agarraderas, se inclina hacia adelante como si quisiera desplomarse en el piso a propósito.

El hombre no se da por vencido y su esfuerzo, que parece no va a resultar en nada, por fin hace que las dos ruedas de la carreta avancen lento, despacito; pocas acciones son proporcionales en esta vida. Hace poco oscureció y el recorrido hasta su hogar le tomará hasta la media noche.

El hombre intenta en no pensar en lo que le falta por recorrer y cuan cansado esta, sólo se empeña en poner un pie delante del otro, como si fuera lo único que sabe hacer en esta vida. Los carros que viene detrás lo ignoran y esquivan sin percatarse del esfuerzo que está haciendo; otros le pitan como si su ritmo lento pero cadencioso fuera algo que hace a propósito. 

En su lento andar el hombre cruza una tienda, con mesas sobre el andén, donde varias personas toman cerveza. Una mujer le sostiene la mirada por un segundo, pero luego le da un sorbo a una botella y se sienta sobre las piernas de un hombre que le acaricia la espalda.

De unos parlantes sale la canción “Despacito”, a un volumen que el hombre considera exagerado. Recuerda que está mañana en la radio, un locutor anunció sobreexcitado que la canción continuaba de número uno en los listados musicales después de no sé cuantas semanas. Pasa de largo la algarabía y continua su camino despacito.

miércoles, 10 de enero de 2018

Ganas

Dicen algunos que saben mucho, o dicen saber mucho acerca del arte de escribir, que el cuentico de la musa es una patraña, me gusta como suena esa palabra, como que uno la puede saborear mientras la pronuncia, ¿cierto?, en fin, y que escribir se resume a las ganas que uno tenga de hacerlo.

Como le venía diciendo, estimado lector, además de eso, dicen aquellos que ya denominamos como algunos, pero vienen a ser los mismos, que una de las cosas realmente importantes al momento de escribir o al querer hacerlo, es que uno se obligue, es decir, sentarse enfrente o hacerle frente a la hoja y/o pantalla en blanco, así no se tenga ni la más remota idea sobre qué se va a escribir. Comenzar a teclear a ver que sale; mirar si algún par de neuronas se dignan a hacer sinapsis, que ya sabemos es el proceso en el cual hay conexión entre el axón de una neurona y la dendrita de otra cercana, gracias RAE; que complejo es nuestro cuerpo.

Que si el producto de nuestras ganas, de nuestra(s) sinapsis, por decirlo de alguna manera, vale la pena o no, creo yo que es harina de otro escrito; dicho esto, de paso, blindo esta sentada ante una posible crítica.

Pero hablaba sobre las ganas, ¿no?, veamos cómo me enrumbo de nuevo hacia allá. 

A veces, cuando me siento a escribir y resulta que no tengo ganas de hacerlo, igual me obligo, pues aparte del tema de la musa ficticia, también dicen otros, que no sabemos si pertenecen al grupo de los algunos, aquellos o mismos, que escribir es como un músculo, y que por ende se debe trabajar todos los días para que adquiera volumen y robustez.

Hace un momento cuando me senté tenía muchas ganas de escribir, quizá producto de una conversación que tuve, con un grupo de personas, relacionada con libros, pero no sabía sobre qué. por eso de pronto tomé la vía fácil y decidí escribir sobre el tema en sí, es decir lo que hago ahorita: escribir. 

En un momento pensé en narrar algo sobre una monita que llegó al restaurante en el que estaba, sacó su computador, colgó la chaqueta en el espaldar de la silla y se puso a teclear con furia, actividad que intercalaba con unas notas que realizaba en una libreta. La estudié por un rato, y pensé que era una gran escritora que está a punto de terminar una novela que va a a sacudir los cimientos de la literatura, pero la verdad es un pensamiento recurrente y que le achaco a cualquier persona que veo con un portátil en un café , así que por eso lo descarté.

Pero bueno, en últimas todo se resume a las ganas que tengamos de hacer algo, y esto aplica no solo para la escritura sino para cualquier asunto de nuestras vidas: llamar a alguien, caminar, patear una piedrita en la calle o un tiro libre en un partido de fútbol, decirle a alguien lo mucho que significa para nosotros, inserte a continuación la situación que desee__________, y si nos faltan las ganas, pero creemos que es algo que debemos hacer, pues ahí si debemos aplicar el consejo de los algunos que mencioné al principio, que ya sabemos que otros pueden ser, y obligarnos a hacer lo que sea que queramos.

martes, 9 de enero de 2018

Lluvia y guaro

La ciudad luce gris y hace frío. Dos hombres, ambos cargan una guitarra en sus espaldas y llevan puestos ponchos antioqueños, se resguardan del aguacero en un paradero. Uno de ellos ríe mientras el otro se carcajea. Apenas el segundo toma algo de aire, el primero, con la mano derecha, levanta una copita de plástico a la altura de la cara, y con la otra una media de aguardiente de la que, hábilmente, deja caer un hilillo del trago en la copita, hasta que la llena y se la ofrece a su amigo. 

Es raro ver personas con un ambiente tan festivo por la calle a inicio de semana, y mucho más cuando llueve con furia sobre la ciudad; si uno se fija bien la mayoría de personas caminan con expresión seria en sus caras, como inmersas en una capsula de la que, supongo, esperan que salga un letrero que diga: “no se metan conmigo ni por el putas”. 

¿Qué ocurre en la ciudad aparte de nuestras ajetreadas vidas, y de esas desgracias o aciertos que tenemos a diario? ¿Quiénes son esas personas que no conocemos, esos completos desconocidos, que nos topamos en la fila de un supermercado, panadería o banco, o esos que vemos a lo lejos cuando echamos un vistazo por la ventana?

Seguro que tenemos mucho en común con cualquier habitante de nuestra ciudad. ¿No les causa un poco de intriga cualquier persona?, es decir, conocer algún detalle de sus vidas, el que sea, independiente de lo irrelevante que puedan o no ser, qué sé yo, por ejemplo, ¿cuál será su comida favorita, sus agüeros, costumbres, a quién extrañan o qué los pone tristes?

¿Qué festejaban esos hombres? Hoy, en lo que duro el avistamiento, mientras los veía reír y tomar aguardiente, me hice esa y otras preguntas . Seguro que si continuamos hurgando esa breve escena, nos da para escribir una novela.

“Lluvia y Guaro” podría ser el título.

lunes, 8 de enero de 2018

Migajas

Sábado en la mañana.

Es un día soleado y me tomo un café, que acompaño con una galleta, sentado en la terraza de un restaurante. Hace calor y los rayos de sol, por momentos, permiten ver partículas de polvo suspendidas en el aire. Parece que estuvieran danzando. Es un espectáculo simple al que le achaco propiedades mágicas, las cuales nos permiten, si acaso, en una fracción de segundo, darnos cuenta del verdadero sentido de la vida que, supongo, nadie tiene claro.

Dejo de elucubrar fantasías y vuelvo al libro que estoy leyendo. Apenas ubico el párrafo en el que iba, una mosca aterriza en la mesa. Camina despreocupada con sus cientos de ojos que dan la apariencia de un casco, pero alerta a un manotazo humano. Transita por un sector de la mesa que tiene migajas de galleta. Los recoge con su lengua y las come, una a una, sin prisa, se está dando un verdadero banquete.

No me esta haciendo nada, pero me molesta su insignificante presencia. Si no la espanto,  algo malo me ocurrirá más tarde en el día, pienso, y no puedo permitir que una mosca dañe el curso de un día que inició con un avistamiento de una danza de unas partículas de polvo, por más ridículo que eso suene o parezca.

Dejo de sostener el libro con la mano derecha, y en vez de hacer un movimiento brusco para espantarla, comienzo a moverla lentamente. Está claro que las partículas de polvo, su avistamiento, ambas cosas, en fin, me han llenado de confianza y pienso que la voy a poder agarrar sin que se percate del peligro que la acecha.

La mosca sigue consumiendo las migajas de galleta, como si fuera lo único que le importara; si nos fijamos bien comer es una de las pocas actividades en las que encontramos paz total, de ahí su displicencia.

Mi mano ahora está a menos de un centímetro del insecto, ¿Qué ocurre?, me pregunto. El episodio surreal, producto, creo, de los rayos de sol y ese efecto mágico de las partículas de polvo suspendidas en el aire, debió haber alterado el orden de las cosas; uno de esos errores en la programación del universo que nos permiten jugar a ser Dios por unos segundos, aunque dios debe tener tareas más importantes que agarrar una mosca con los dedos. Cuando me percato de eso dejo de sentirme importante.

Finalmente la agarro, la tengo sujeta entre los dedos pulgar e índice. Se ve satisfecha, mueve sus paticas como queriéndome decir algo, pero no entiendo su lenguaje, otra prueba más de que solo juego a ser dios,  pues si en verdad lo fuera, debería entender el lenguaje de cada ser que habita este planeta, desde aquella semana de furia creativa en la que me dio por crear el mundo.

Aburrido de mi proeza, de ser, quizás, el primer ser humano que logra agarrar una mosca con una mano,  dejo a la intrusa libre y vuelvo a la última frase del párrafo que estaba leyendo. 

“Aquel día volvía a ser así”, leo. Mi día continúa normal, sin ningún otro episodios mágico y sin descubrir cuál es el verdadero sentido de la vida.

sábado, 6 de enero de 2018

Eso o esto

La lámpara que tengo en el escritorio, que alumbra ahora el teclado porque tengo las persianas cerradas, me la gané, hace muchos años, en una celebración de amor y amistad con un grupo de gente que no conocía. Eran amigos de la oficina de mi hermano y él me invitó, se supone que únicamente al asado que tenían programado, posterior a la entrega de regalos.

No recuerdo como terminé involucrado en la dinámica de los regalos en la que, primero, cada uno recibía el regalo de su amigo secreto y después las personas tenían la opción de quitarle el regalo a otra persona, es decir de intercambiarlo por el que les había tocado. Me imagino que mi hermano me cedió su puesto, porque ¿qué otra razón para que me hubieran dejado participar?

La lámpara era de lo mejorcito que había ese día, y había pasado por muchas manos hasta el momento de mi turno de cambiar regalo, y, por una misteriosa alineación de planetas, o porque todos ya estaban mamados del jueguito, querían comer carne, tomar cerveza y aguardiente, me la quedé.

Hablando de asados, recuerdo los que hacíamos en la casa de un tío que se llamaba Guillermo; eran muy buenos. El día del asado era una de las pocas veces que veía a Manuel, un primo con el que siempre he tenido mucha afinidad, y nos la pasábamos jugando futbol todo el día. Ahora él vive en Australia y hace, mas o menos, unos 7 años que no lo veo, pero lo chévere es que es ese tipo de personas con las que uno se encuentra y parece que nos hubiéramos visto la semana pasada, pues la conversación fluye de forma natural y nunca cae en esos silencios incomodos que, a veces, experimentamos cuando hablamos con desconocidos.

En Australia también vive Paola, quien fue vecina mía hace mucho tiempo, bueno, un decir, porque vivía un piso arriba. Creo que intentamos ser amigos cuando estábamos chiquitos, pero la verdad a mi en ese entonces me aburría estar con ella, no sé, me imagino que consideraba aburridores los juegos que me proponía. Muchas tardes Paola timbraba en mí casa para invitarme a Jugar; recuerdo la pereza infinita que me daba y que prefería mil veces seguir ocupado en lo que estuviera haciendo, qué se yo, con mis carreras de carritos, por ejemplo, que salir a jugar con ella.

Muchos años después, convertida en una mujer muy atractiva: rubia, con el pelo hasta la cintura y un cuerpazo, cuando nos cruzábamos escasamente nos saludábamos, pero pues eso ocurre, ¿no?, uno comparte mucho tiempo con una persona y luego por algo que uno hizo o dejo de hacer, se convierten en desconocidos, entonces uno piensa que habría pasado si hubiera actuado así o asá, pero luego ocupamos el pensamiento con cualquier trivialidad, quizás a manera de defensa, para evitar darnos palo mental.

Eso o esto, estimado lector, era todo. Quería escribir algo y eso o esto fue lo que salió.

jueves, 4 de enero de 2018

Gusto y placer

A Sara le duele la cabeza y se pregunta por qué acepto la invitación. Está sentada en una de las puntas de un comedor junto a nueve personas de las cuales sólo conoce a Carlos, un hombre que hace equilibrio entre los territorios de la amistad y el noviazgo que limitan con ella. 

Sara decide hacer cara de nada y escuchar lo que dicen; es una experta para estar y no estar. Voltea a mirar cada vez que alguien tiene algo por decir. A cada comentario le preceden muchas risas, pero Sara no entiende por qué ríen y nada le parece chistoso; por eso se limita a sonreír con educación cada vez que alguien establece contacto visual con ella, la intrusa, que no ríe a la par con esos chistes familiares, igual no le importa; sabe que si se los explicaran, tampoco los entendería, por eso sonríe a manera de escudo con el que pretende decir: “Que graciosos son todos ustedes, pero la verdad no entiendo un culo”.

Encima de la mesa hay muchas cosas: Quesos, pastelitos, jamones, galletas, vino, maní y dos jarras, una con agua y otra con jugo de naranja.  Cada cierto tiempo, Sara pica aquí y allá con desgano. Tampoco tiene hambre, pero ¿qué importa? Solo quiere que su malestar desaparezca, de pronto lo único que necesita es atragantarse con comida. 

El dolor de cabeza ha aumentado y ahora no solo le martillea el costado izquierdo de la cabeza sino también la frente. Intenta no pensar en nada, suspenderse en las voces que escucha. Inhala y exhala profundamente, alguna vez leyó que una respiración pausada y con propósito es la clave de todo, pero cuando va por la décima una mujer se pone de pies junto con su hija y comienzan a despedirse, lo que la saca de su trance.

Cuando le toca el turno a ella aprieta las manos que le extienden y se inclina para dar besos en la mejilla. “Hasta luego que estés muy bien, fue un gusto conocerte”. “lo mismo, un placer”, responde Sara, sin acordarse de los nombres de ambas mujeres. 

miércoles, 3 de enero de 2018

Regalos

“¿Sabías que los niños que se ponen tristes no reciben regalos?” Le dice una madre a un hijo, que debe tener unos 4 años. Apenas escucho la frase volteo a mirarlo y, en verdad, el niño tiene un semblante muy triste, como si por alguna razón y a pesar de su corta edad, una experiencia lo hubiera convencido de que no vale la pena esta vida. 

El niño está sentado entre las piernas del padre, y ahora este le habla en susurros al oído. El niño, que lleva un gorrito de lana blanco y guantes negros, continúa con la mirada fija en un punto del piso, ni siquiera parpadea. Intento descifrar que es lo que mira con tanta intensidad, pues es de noche y yo no veo nada aparte de pasto. Pienso que si lograra hackear su mente para ver todos los pensamientos que atraviesan su cabeza, de pronto entendería mejor el mundo y la vida, como parece hacerlo el menor que, hasta ese momento, no ha dicho ni una sola palabra. Poco le molesta eso de quedarse sin regalos. Quiere, al parecer, revolcarse en su estado melancólico que solo él entiende. 

“¿Si o no?” le pregunta la madre al padre en busca de apoyo, y después de semejante terror psicológico, canta como si nada: “Ana nanita nana, nanita nana, nanita EA” con un fervor impresionante, quizá convencida de que a raíz de su estado de ánimo dicharachero y festivo, ella si va a recibir muchos regalos.

martes, 2 de enero de 2018

Llamado

Muchas veces he leído sobre personas que escogen su profesión de acuerdo con un llamado, es decir, un suceso o experiencia que les plantea la vida y que actúa sobre ellos como un momento de iluminación, ese estado que da la sensación de poseer una sabiduría perfecta. A los afortunados a quienes les ocurre eso tienen claro, de ahí en adelante,   que es lo que deben hacer por el resto de sus vidas. 

Me imagino que eso le ha ocurrido a muchísimas personas en diferentes campos y profesiones. Recuerdo una historia que leí alguna vez, acerca de una periodista muy famosa que lo tenía “todo”: casa, esposo, hijos, trabajo, etc.”, pero un acontecimiento la hizo dejarlo para comenzar a vivir con lo mínimo.

En el campo de la escritura se me viene a la mente el caso de Murakami, a quien el llamado se le presentó un día en un partido de béisbol, con una cerveza en la mano, bajo un cielo muy azul y un fuerte contraste de la bola blanca contra el verde del pasto.

En el partido un tal Dave Hilton, un jugador delgaducho y proveniente de Estados Unidos le tocó el turno de bateo. En el primer lanzamiento de Sotokoba, el lanzador del equipo contrario, Hilton conecto la bola y el golpe le permitió llegar a segunda base.

Justo en el momento del impacto, al producirse ese satisfactorio sonido de la madera al golpear la bola, y bajo los aplausos y gritos de júbilo de los aficionados que estaban a su alrededor, Murakami, sin ninguna razón aparente, pensó: “Creo que yo puedo escribir una novela.”

Según el escritor, fue como si hubiera logrado atrapar con sus manos ese llamado y/o revelación que caía del cielo; algo que cambió el  curso de su vida por completo.

Espero que las líneas, la mía, la suya, querido lector, estén desocupadas en esos momentos cruciales.

lunes, 1 de enero de 2018

Música y novelas

Estoy en una rueda de prensa en una librería y no conozco a ninguno de las personas que están en el lugar, solo a la jefe, es decir, la jefe de prensa de un músico inglés que viene a dar un concierto. La verdad no la conozco sino que, por ciertas vueltas del destino, me llegó la invitación y la acepté, pero he cruzado, escasamente, un par de palabras con ella.

Hay cámaras, micrófonos, y varios grupos de conversación llenos de risas y quién sabe que tipo de conversaciones, y también estoy yo, estudiando el panorama, ahí en medio de todo y todos, evitando a toda costa refugiarme en mí celular.

A mi derecha está un tipo que, creo, está en las mismas. Lleva una chaqueta café clara que tiene muchos bolsillos —parece de pescador—, y pelo, algo largo, peinado completamente hacia atrás, y que cubre su cabeza como si fuera un casco.

Me acerco a él y comenzamos a conversar. Se llama David y trabaja como redactor para un portal web de noticias. Estudio economía, pero sólo lo hizo para complacer a sus papás. Le pregunto que cómo consiguió su trabajo y me cuenta que hace unos años fue seleccionado para participar en uno de los talleres de escritura creativa del distrito, que fue ahí dónde se convenció que lo suyo era escribir. 

Cuando lo terminó, un amigo le contó que estaban recibiendo hojas de vida para trabajar en el portal de noticias y David envió la suya junto con una crónica. No tardó mucho tiempo en ser aceptado y comenzar a trabajar, y por eso está en la rueda de prensa; se la pasa cazando historias, eventos o acontecimientos sobre los que pueda escribir textos de más o menos 1000 palabras.

Luego hablamos de libros, de autores que apreciamos, libros que hemos leído o que vamos a leer. Me cuenta que acaba de terminar 4321 de Paul Auster y, con emoción en su voz, me dice que es asombroso. Le pregunto si es mejor que la Trilogía de Nueva York, y me dice que sí, aunque no especifica si leyó esa obra. 

También me cuenta que ha escrito dos novelas, que una está de finalista en un concurso y que está mirando qué hace con la otra. ¿Qué cómo empezó? Antes de embarcarse en esa titánica tarea de escribir una novela, decidió estudiar música, aprender como funciona una pieza, pues, según él, un texto, no importa su longitud, tiene una estructura similar a la de una melodía. 

La jefe de prensa interrumpe nuestra conversación y le dice a David y a mí que ya podemos disponer tres minutos con el músico. Se supone que cada periodista tenía cinco minutos para hablar con él, pero los grandes medios, sólo porque sí, por ser ellos, se tomaron más de quince y jodieron al resto.

“No hay problema, sólo quiero saludarlo y que me firme el libro”, dice David
“Perfecto”, le responde la mujer

Cuando se va le digo “Pero ya tiene suficiente para escribir, ¿no?”
“Si”, me responde rápido, pues no quiere perder ni medio segundo del tiempo que le concedieron.

“Oiga”, me dice, “Se me descargó el celular. ¿Me puede tomar una foto con el suyo y luego me la manda?

Por fin es nuestro turno, entramos y el músico nos saluda. David intenta decirle en un inglés desajustado, todo lo que lo admira. Le pasa el libro y el hombre lo firma, sólo un decir, pues hace un garabato con el esfero, y es imposible precisar si contiene, al menos, sus iniciales.

David posa para la foto con el músico, ambos sonríen y el último le pasa un brazo por encima. Se las tomo; luego todos estrechamos las manos y nos despedimos. 

“Writing a passage ten or fifteen times, going over and over and over,
fixing the senses, trying to hear the ryhtm, until it looks like a
piece of music, efortless, smooth”
— Paul Auster —