10:30 p.m. marcan el reloj del computador y el del celular. No sé para que miro uno después del otro; creo que para ver si la diferencia horaria que espero encontrar sea una especie de fuente mágica de las palabras que van a conformar este post, porque volvemos a lo mismo: no sé sobre qué escribir, y a ese estado lo acompaña un ligero dolor de cabeza y también algo de sueño; quizá lo primero se deba a la falta de lo segundo, y la escritura les hizo pistola a ambas cosas.
No quiero caer en el ritual de búsqueda de escritos reciclados, además no recuerdo ninguno en este momento con el que pueda hacer “trampa”, es decir, editarlo y publicarlo como si nada, igual, ¿qué más da?, es imposible que usted, estimado lector, se entere de eso y, segundo, que le de alguna importancia.
Hace un par de horas, mientras caminaba de vuelta a la casa, envuelto en un aire frio y pensando como utilizar el paraguas que llevaba como un arma de defensa, en caso de que me abordaran unos asaltantes, traté de dar con un tema sobre el cual escribir.
Al cruzar una calle me tropecé con un andén, y mientras trastabillaba, me encanta esa palabra, pensé que me iba a estrellar con el suelo. En esta ocasión logre mantenerme de pie y seguí caminando, después de insultar al andén, mi pie, al universo, a aquella deidad encargada de repartir los tropezones entre los humanos.
¿Qué tal que ese hubiera sido el último momento de mi vida? Sé lo que puede estar pensando: “Que tipo tan trágico, solo fue un tropezón”, pero ¿y si no me hubiera logrado reincorporar, he ahí otra palabra que me gusta, y mi cabeza en la caída, hubiera impactado un muro de ladrillo pequeño que estaba cerca del andén?
Parece que andamos muy tranquilos por la vida con ínfulas de inmortales y, muchas veces, vemos la muerte como un evento lejano, algo que no es con nosotros, quizá por eso es que nos da tan duro cuando la experimentamos de cerca de alguna manera; pero ahí esta, paseándose en frente de nuestras narices. Me pregunto, ¿cuántas veces la habremos esquivado sin darnos cuenta?
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