Ahí está el viejo sentado, recostado contra el muro de piedra de una gran mansión, mientras ve pasar los carros por una avenida principal. Su pelo, que más bien parece unos alambres blancos y negros retorcidos, enredados y llenos de polvo, es largo. También lleva una barba poblada; quién sabe desde hace cuánto tiempo se la deja crecer.
Está envuelto en una manta gris vieja, con rayas negras, que en algún momento debió ser blanca, y que solo deja descubiertos su cabeza y sus pies. Hace frío y el viento sopla fuerte, lo que hace que algunos alambres de pelo caigan sobre su cara; el viejo los deja ahí por un rato hasta que decide quitarlos con una mano con desgano.
Ahora llovizna y la gente camina apresurada, con las manos en los bolsillos y ligeramente inclinados hacia adelante, pero al viejo, a diferencia de los transeúntes, no le importa la lluvia, el agua; no le importa mojarse.
No se preocupa en pedir dinero ni comida; solo está ahí sentado como en una actitud zen. Habla, murmura algo, parece que sostuviera un diálogo con alguien, quizá con unas voces dentro de su cabeza que lo acompañan día y noche.
Las personas que caminan cerca describen una semicircunferencia para pasarlo de largo; su olor no debe ser agradable, pero esto al viejo le importa poco o nada. Sigue hablando solo y ahora se mece ligeramente de atrás hacia adelante, quizá para ganar algo de calor.
Una señora se acerca a él y le da una bolsa. El viejo le regala una sonrisa mueca, que no dura más de un segundo. Cuando la mujer está lejos, el viejo inspecciona la bolsa, pero no le presta mucha atención a lo que contiene, y la mete debajo de esa manta gruesa que lleva encima, que ahora pesa más con el agua que absorbió.
Ahí sigue el viejo, solo, como esperando la muerte.
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