Imaginemos a un conjunto de palabras como un cartucho, una munición narrativa que disparamos bien sea hablando, escribiendo o mediante cualquier otra forma de comunicación que las involucre, como el lenguaje de señas, por ejemplo. Este cartucho (párrafo) fue de 103 palabras, y hablo de que fue, aunque no le he puesto el punto que lo finaliza, que vendría a ser el seguro, porque una vez disparadas, las palabras dejan de ser o, más bien, dejan de tener el significado que les queríamos dar y cada quien las recibe, interpreta o se impacta con ellas como mejor le parezca; de ahí los malentendidos.
A veces somos como metralletas, con un cargador de palabras muy amplio, que parecen no recalentarse, y no se nos dificulta dispararlas; mientras que, otras veces, el arma narrativa se atora y a las palabras les cuesta abandonarnos.
Estas municiones, estos cartuchos, estas palabras iban a tratar sobre algo diferente, pero ya ven, hay ocasiones, como está, en las que las empezamos a disparar y adoptan vida propia, y por este motivo, a veces, se disparan cartuchos narrativos equivocados, que terminan haciendo daño. Espero que este no sea uno de esos casos.
A veces, cuando escribo, me gusta guardar algunos cartuchos de los cuales pienso que, a futuro, pueden servir mejor en otro escrito, pues también creo que la manera en que las palabras salen disparadas, dependen de factores que están fuera de nuestras manos, qué sé yo, el tiempo, el lugar, agrupémoslos mejor en algo que llamaremos momento; un momento para el que las palabras fueron hechas y que si las logramos disparar en él, ocurren cosas maravillosas.
Que bueno sería poder llegar a buenos términos con las palabras. Saber cuándo dispararlas y cuándo ahorrarlas; poder descifrar ambos momentos con facilidad, para complicarnos menos y hacer la vida más llevadera.
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