A veces, cuando me despierto en los fines de semana en la mañana, me quedo mirando el techo de mi cuarto como si fuera el responsable de, digamos, iluminarme, en el sentido de solucionar diferentes inquietudes y preguntas de la vida que, creo, nunca faltan.
Es un techo blanco y corrugado, como si estuviera repleto de estalactitas diminutas. No sé por qué, al ser tan simple, me quedo mirándolo como hipnotizado. Cuando eso ocurre regulo mi respiración de forma inconsciente y me tranquilizo mucho, como que analizo todo desde lejos, y soy un simple espectador que ve pasar miles de imágenes enfrente suyo, pero que no tiene tiempo ni ganas para juzgarlas.
En varias ocasiones me quedo mirando la esquina sur-occidental e imagino que ahí debería tener colgado un móvil de un dragón rojo en madera que compré, si no estoy mal, en una versión de la fería del libro de hace ya muchos años. No entiendo porque nunca lo colgué, si me parecía muy chévere; tampoco sé si con el paso del tiempo llegué a pensar que era algo muy infantil y esa fue la razón para no instalarlo. Ahora no tengo ni idea en qué lugar de mi cuarto se encuentra, de pronto en uno de esos días de contemplación del techo, puede que me de un arranque y me ponga de pie para instalarlo, aunque en verdad lo dudo, pues son momentos en los que le bajo todos los cambios a las revoluciones de la vida y estoy como sin estar, si es que me entienden.
Quién sabe cuál es el mensaje cifrado que esconde el techo de mi cuarto. Los mantendré al tanto si algún día lo descubro.
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