Luego de pasar la registradora me ubico en la mitad del pasillo y me agarro del tubo del techo. En la silla del fondo, la de los músicos, hay un puesto desocupado junto a la ventana. Ninguno de los que estamos de pie nos hemos preocupamos por ocuparlo, pues seguro es un espacio minúsculo al que es muy difícil ingresar y mucho más salir de él.
Suelto el tubo por un momento para meter los billetes de las vueltas en la billetera y procuro, con el bus en movimiento, hacer el mayor equilibrio posible. Confío en que no frené y salga disparado para incrustarme la caja de cambios en, digamos, el estómago.
En el pasillo a tan solo unas sillas de distancia, se encuentra un joven, universitario al parecer, todo vestido de negro. En la muñeca de una de sus manos lleva varias manillas de colores también oscuros. Todo él es opaco y en un momento sonríe de forma maliciosa. Lleva puestos unos audífonos de orejeras, también negros.
En el puesto justo enfrente mío está sentado un viejo. Tiene en sus manos un celular flecha y presiona las teclas aleatoriamente y con nerviosismo. El teléfono suena y el hombre contesta y lo lleva hacia una de sus orejas temblando, con un Parkinson que no había notado. La voz que tiene no concuerda con su imagen, sino que, mas bien, parece la de un hombre de mediana edad.
Miro hacia el frente y me encuentro con ese vidrio grande para emergencias que suelen llevar los buses y por el que deberíamos escapar si algo sucede. Lleva un texto en letras blancas que casi no se ve. Alcanzo a leer el mismo mensaje de siempre: “En caso de emergencia, rompa el vidrio con el martillo". El único problema es que el martillo no se ve por ninguna parte. Es una lástima, uno nunca sabe, si algo llegara a ocurrir en este trayecto. Me pregunto qué tanta fuerza se necesitará para romper el vidrio a punta de patadas.
En medio de mis cavilaciones una mujer, que lleva puestas unas gafas negras grandes y redondas y una maleta café en la espalda, sube al bus. Al igual que yo hace algo de equilibrio recostándose contra uno de los tubos del bus, mientras saca un billete de un monedero pequeño de color azul pastel.
Al fondo en el puesto que está delante de la silla desocupada, está sentado otro estudiante que también lleva puesto audífonos de orejeras. A diferencia del que va de pie, que estudia a los pasajeros detenidamente, este observa distraído por la ventana.
Ya es hora de bajarme. Me voy a la parte de atrás y un hombre gordo ocupa las escaleras. Timbro, y cuando el bus frena, el sujeto trata de hacerse el flaco, pero no lo logra y me deja un espacio muy reducido para bajarme.
No me da buena espina y meto la mano a los bolsillos para cuidar mi billetera y celular y confío, de nuevo, en mi equilibrio para bajar del bus. Apenas piso el andén pienso cuál de mis ex-compañeros de trayecto será el encargado de romper el vidrio, sin el martillo, en caso de emergencia.
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