La mujer voltea a mirar a la derecha y luego a la izquierda como si fuera a hacer algo prohibido. Se sienta. Por un rato se queda mirando algún punto fijo ubicado enfrente de ella, mientras su mente se pasea quién sabe por qué recuerdo.
Lleva puesto un uniforme morado y unos tenis Crocs del mismo color. Los huequitos que llevan los zapatos en los costados me obligan a pensar en un trozo de queso Gruyère. La mujer suspira y luego saca, de una maleta rosada, su coca del almuerzo
Me aventuro a pensar que la mujer bien podría ser una peluquera, una enfermera o una odontóloga, pero qué difícil e inapropiado resulta catalogar a la gente solo por su vestimenta, así que la indexo en mi cerebro como: “Mujer que está almorzando”, sin ningún título o ese tipo de cosas que nos distraen de lo importante, o bien, lo esencial.
La mujer comienza a cucharear su comida, parece que es arroz, pero los bordes, no translucidos, de la coca, no permiten ver qué es lo que come, pero al igual que su vestimenta eso es lo de menos.
La mujer sigue perdida en sus pensamientos. Es como si el acto de almorzar careciera de importancia frente a lo que piensa. A ratos le da sorbos a una botellita que contiene una bebida oscura, no gaseosa, porque no hay burbujas que suban a la superficie.
Parece que la escena carece de acción, drama, y que está desprovista de conflicto, pero hay algo de ella que succiona la atención. Supongo que el momento guarda un secreto, una clave para vivir mejor, imposible de identificar a primera vista. Por eso observo disimuladamente a la mujer mientras apuro un café, a ver si logro atisbar algo de ello.
Al rato un hombre con un casco en sus manos llega al lugar y le da un beso en la boca a la mujer. Sus labios apenas se rozan.
Abandono el lugar.
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