Debo imprimir mi extracto de la tarjeta de crédito. Enciendo el computador y espero a que cargue, mientras miro la imagen aleatoria que aparece en la pantalla. Parece la de un pueblito inglés con calles empedradas, es de noche y el piso está húmedo. Algunos faroles en la calle están encendidos, al igual que las luces de algunas casas. La imagen me da cierta desconfianza, es decir, el lugar se ve muy agradable, pero como para pasearlo de día, no a las horas en que fue tomada la foto, como para que de una de las esquinas le salte a uno, al cuello, un Jack el destripador.
Ahora en la pantalla aparece la casilla en donde debo introducir la clave, la misma que tiene mi correo. Tecleo rápido y el sistema me avisa que intente de nuevo. “Algún problema de minúsculas y mayúsculas”, pienso y vuelvo a introducirla, pero nada, de nuevo error.
Me descompongo un poco y le hecho la madre al computador, al sistema, a los datos a la nube a todos y todo; por más que tecleo la clave, el computador no quiere arrancar. Decido entonces recuperarla y me sale la casilla donde debo escribir la palabra-no-palabra de verificación, esa que sale en letras torcidas, pero tampoco puedo. intento tres veces, pero no, nada funciona. Decido que la olvidé y me dispongo a recuperarla con las preguntas de seguridad del correo, esas a las que nunca les presto atención. La pregunta que sale es la siguiente: ¿Cuál es mi rejoneador preferido?
No lo sé, no existe. No me gusta el toreo y menos ver a un jinete hiriendo a un toro quebrándolo por el lomo. ¿En qué estaba pensando cuando escogí las preguntas de seguridad?
Me pongo a pensar si cambié la contraseña hace poco y me convenzo de que así fue; intento con otro par de contraseñas comodines de mi arsenal de contraseñas, pero ninguna funciona. Me levanto del escritorio y me pongo a hacer otra cosa, como queriendo que el mundo regrese a su cause habitual, ese en el que me sé la contraseña de mi correo. Pasados unos quince minutos vuelvo a intentarlo y la contraseña funciona.
Hay momentos en los que el mundo se descoloca, breves instantes en los que la realidad se quiebra y parece que interpretamos el personaje de un sueño.
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