Catalina tiene el pelo rubio, lleva una chaqueta y pantalón negros, una camisa blanca y una mochila terciada. La conozco en un evento y cruzo un par de palabras con ella. Le pregunto que a qué se dedica y me cuenta que es diseñadora gráfica. Cedo a la fuerza de los lugares comunes y las conversaciones insustanciosas y le pregunto que en qué trabaja. ¿Por qué hago eso? Imagino que siempre queremos ir a la fija, no queremos arriesgar ni un palmo de lo que realmente somos, le huimos a la vulnerabilidad, y mucho más cuando entablamos conversación con un extraño.
Catalina responde, pues la decencia está sobrevalorada; uno debería tener el valor suficiente para abandonar una conversación a la primera señal de que vaya a ser floja.
Me cuenta que ahorita está trabajando como independiente, que trabajó un año en una editorial y que su fuerte era el diseño de textos educativos para niños pequeños. “Era un proyecto muy bonito”, concluye, mientras los ojos le brillan con un recuerdo que llega a su mente.
Luego me dice que para este momento de su vida decidió hacer una pausa, frenó en seco y se salió del modo automático en el que por lo general la llevamos. Mientras habla pienso en cuánta falta nos hace eso, es decir, en mirar con otro punto de vista lo que nos está ocurriendo, para analizar cómo nos sentimos en cuanto a las situaciones y personas que nos rodean.
Me dice también que ahorita está involucrada con un voluntariado en su universidad. Me explica rápido en qué consiste, y aunque no le entiendo muy bien, no digo nada para no cortar su torrente narrativo. Al final me explica que lo más chévere es que eso le ha dado sentido a su vida.
Luego del evento me tomo una pausa en un café con una amiga y, cuándo nos vamos a ir del lugar, veo a Catalina, en una de las mesas, conversando animadamente con otra mujer.
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