García se levantó con muchas ganas de escribir. Con las persianas cerradas el cuarto estaba sumido en una penumbra acogedora, que parecía perfecta para hacerlo.
Tiempo después, apenas se sentó en el escritorio, acompañado con una taza de té humeante, una porción de torta de zanahoria y un vaso de jugo de naranja, y mientras el computador cargaba todo su sistema operativo, las ganas seguían ahí, intactas, latentes, eran como un suero que le recorría las venas.
Eran unas ganas de escritura distintas, como decirlo, de más de 1000, 3000 o 10.000 palabras, en fin, ganas de escribir una obra maestra. Luego de pensar en todo eso y con sus sentidos funcionando al 100%, tratando de absorber todo el mundo posible, García cayó en cuenta de que no tenía ni idea sobre qué escribir, pero eso le importó poco porque las ganas seguían ahí, acompañadas del incansable ruido del ventilador de la base del computador.
García sintió que la situación era como estar completamente enamorado de una mujer y querer amarla, pero no poder hacerlo porque está lejos de su alcance, bien sea porque ya tiene a otra persona o simplemente las ganas solo están de su lado.
Dedicó un tiempo a botar ideas sobre posibles tramas para una novela, pero todas le parecieron flojas o de pronto no; quizá no sea su momento. Hay un momento para todo: las ideas, los escritos, los libros y las personas. Un momento perfecto que, si coincide con las ganas, resulta ser el nirvana de los momentos y tiene la habilidad de sustraernos de la rutina y de darle significado a nuestras vidas.
Las ganas permanecieron a lo largo del día con diferentes picos de intensidad. Al final García no escribió la obra maestra soñada, pero si otras piezas con las que se sintió a gusto. De eso se trata la vida, ¿acaso no?
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