De pequeño, cuando comencé a ir al colegio, desayunaba mucho: Huevo, chocolate, cereal, tostadas con mantequilla y mermelada; todo muy temprano en la mañana. Ahora, desayunar tanto me parece una exageración y la mayoría de los días me conformo con un café y algo de comer.
De esa época recuerdo que el chocolate me gustaba mucho, no había día en que no lo tomara. Así fue por mucho tiempo, hasta que lo comencé a alternar con café.
Más tarde, ya de adulto, un episodio de migraña, el primero, irrumpió en mi vida con tambores y trompetas. Un médico me dijo que debía comenzar a identificar qué actividades o alimentos eran los que disparaban los dolores de cabeza, y sin más ni más decidí achacárselos al chocolate, y desde ese día dejé de tomarlo.
Tiempo después intenté probarlo de nuevo, pero, ya desacostumbrado a su sabor, me pareció muy dulce.
No sé por qué, pero en estos días de cuarentena me ha parecido que la temperatura cae en picada en las tardes, y las manos y mis pies se enfrían bastante. Trato de calentarme y calentarlos de diferentes formas: Tomo té, me pongo medias gruesas, me echo encima una cobija, pero aun así hay ocasiones en que la sensación se prolonga.
Ayer me pasó lo mismo, y de ese lugar misterioso de donde provienen los antojos, me dieron unas ganas inmensas de volver a tomar chocolate. Les hice caso y lo preparé muy claro, con más agua que leche, y esta vez lo acompañe solo con tostadas. Fue un grato reencuentro con mi infancia y, al parecer, ya hice las paces con el chocolate, pues no me dio dolor de cabeza.
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