Una vez, parece que fue hace mil años, trabajé indirectamente para un banco. Allí, luego de que los primeros días me hacía mala cara cuando la saludaba, conocí a M, quien ayudó a que el tiempo que duré allá no fuera tan aburridor.
Tenía que usar corbata todos los días, pero la verdad eso era lo de menos. Lo que más me molestaba era la actitud de los empleados, pues la gran mayoría eran muy creídos.
A veces caía en reuniones en las que mi trabajo tenía poco o nada que ver con el tema que se iba a tratar y eran un completo tedio, pues era el ambiente perfecto para que todos sacaran a relucir lo inteligentes que creían ser y lo oportunas que eran sus opiniones.
Pocas veces participaba, a menos de que me preguntaran algo, pero estoy casi seguro de que en la mayoría de ocasiones muy pocos de los presentes sabían cuál era mi nombre o qué hacía yo ahí. Yo sí me sabía mi nombre y, dado el caso, estaba listo para presentarme, aunque también me preguntaba lo segundo.
Una vez en una reunión en el décimo piso quedé ubicado justo al lado de la ventana. En un momento de distracción dejé de ver personas en la calle. Apenas empezaba la tarde y como era una avenida principal, eso se me hizo muy extraño. Me puse a contar, para ver cuántos segundos pasaban sin que apareciera una persona.
En esos días había visto un programa, En National Geographic, si no estoy mal, en el que narraban un escenario de cómo sería la vida en la tierra sin personas. Recuerdo que una de las razas animales que iban a tener ventaja era una de perros—les debo el nombre, mi memoria falla como si nada—, pues debido a sus características serían más aptos para sobrevivir en un mundo sin humanos.
Todo esto me viene a la mente en estos días, cuando me asomo por la ventana y no veo a ninguna persona en la calle.
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