Tengo una biblioteca pequeña. Tiene cinco niveles y ya todos están llenos. El mueble del computador está compuesto por varias divisiones que también están llenas de libros, además de unas libretas de apuntes viejas que no sé para que guardo y un jarro del Real Madrid que me regaló el esposo de una amiga de mi hermana, un español hincha a morir de ese equipo. El resto de mis libros los tengo en el Kindle.
A veces pienso sobre cómo sería tener una biblioteca como la que tuvo Humberto Eco, con más de 50.000 libros, pero se me pasa rápido, pues no tengo el espacio para almacenarlos, el tiempo para leerlos, y mucho menos el dinero para adquirirlos.
Nosotros, me refiero los que nos gustan los libros, no deberíamos ser tan quisquillosos con acumularlos, sino una vez acabado uno, deberíamos dárselo a alguien más para que lo lea; pero no, nos da un placer casi mórbido verlos ordenados en una biblioteca o apilados en cualquier rincón de la casa.
Creía haber leído todos los libros que ocupan ambos espacios: la biblioteca y el mueble, pero fijo la mirada en una de las divisiones del segundo y me encuentro con uno que no: El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera.
Lo hojeo a ver si me encuentro con un papel, una señal, un mensaje secreto, una nota, una dedicatoria de un amor, pero nada, solo tiene un separador de Oma Discos y libros. Seleccionó una página de forma aleatoria y leo el siguiente aparte: “Cuando estaba sentada frente a algún hombre utilizaba su cabeza como material para una escultura: lo miraba fijamente y remodelaba en su imaginación su cara, le ponía un tono más oscuro, le colocaba pecas y lunares, disminuía sus orejas y le pintaba los ojos de azul.” No significa nada, eso creo, solo lo hago a modo de ejercicio aleatorio.
Las páginas del libro, aparte de su vejez, están en perfecto estado, es como si a la persona que lo compró—estoy seguro de que no fui yo, ¿o sí? —, se le hubiera olvidado leerlo.
De ese autor solo he leído la insoportable levedad del ser, solo un decir, porque lo hice en el colegio y aunque recuerdo que me gustó, en ese tiempo no era tan aficionado a la lectura. La mayor parte de lo que leía me lo mandaban a leer, leía por cumplir un requisito, que desgracia.
No sé cómo apareció ese libro en mi mueble. Tiene la portada algo percudida y las páginas ya comienzan a tomar ese color amarillento de los libros viejos. Por alguna razón que desconozco, irrumpe con fuerza en mi radar de lectura, en el que revolotean varios libros que van pidiendo pista de aterrizaje según la importancia que les den las circunstancias.
Sigo investigando el mueble a ver con qué otra sorpresa doy y la encuentro en forma de hoja doblada en cuatro a las patadas. Está casi toda en blanco y en su esquina superior derecha dice: “El arte de las entrevistas falsas”. Debajo de esa frase está anotado: “pág. 515 Notas de Prensa”. De la primera frase salen unas flechas que apuntan hacía unas palabras encerradas en un cuadrado: “Periodismo apresurado y sin control ético.” Y luego un poco más hacía la derecha dice: “Las penurias de ser hombre público”.
La letra es la mía y corresponde a algo que se me ocurrió cuando leí las Notas de Prensa de García Márquez. Son palabras extraviadas, pues ya no recuerdo en absoluto en qué estaba pensado en ese momento para haber hecho esas anotaciones.
El libro lo guardé, y no sé por qué me niego a botar la hoja.
Me pregunto qué habrá sido de los libros de la biblioteca de Eco después de su muerte.
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