Cuenta John Cheever en sus diarios, en una temporada que estuvo en Roma, que todas las personas en las calles estaban tosiendo. Más tarde le preguntó al portero de su edificio qué sabía acerca de la epidemia y este le dice que sí, que hay una peste en la ciudad, pero que, por medio de la infinita gracia de Dios, a él y su familia no los ha tocado. Que su hermana se llevó a los niños a Capranica para escaparse del aire venenoso, pero que él no tiene ningún lugar a donde enviar a sus hijos. El hombre concluye que lo único que le queda por hacer es rezar.
No sé a qué época de los años 40 o 50 se refiere Cheever, pero lo que narra no tiene pinta de metáfora, y el escritor, al parecer, era muy fiel a contar lo que le pasaba sin adornarlo con simbolismos o figuras narrativas.
También dice que lee el periódico para saber qué ocurre, pero que solo se encuentra con las noticias de siempre: la crisis actual del gobierno, nuevos campos de petróleo descubiertos en Sicilia y el asesinato de una persona en la Vía Cassia, y que la única noticia de la epidemia es que se van a celebrar misas, por la salud de la ciudad, en seis capillas.
Luego,en su apartamento, mientras se toma un vaso de Whiskey, llama a un amigo y la persona que contesta le dice que se fue para Suiza, llama a otro y se entera de que viajó a Mallorca. Al final llama a su doctor, que contesta de mala gana porque estaba comiendo. Cheever le pregunta si la ciudad es peligrosa, y este responde a gritos: “Sí, la ciudad es peligrosa. Roma siempre ha sido peligrosa. La vida es peligrosa. ¿Acaso esperas vivir para siempre?”.
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