El celular me avisa que falta media hora para que comience la reunión. Mi cerebro se relaja y farolea de un pensamiento al otro, y así olvido el recordatorio. Pasados cincuenta minutos me acuerdo y me conecto. Son 7 los participantes y 4 tienen puesta la cámara. Algunos llevan caras largas. ¿Aburrición, cansancio? No lo sé, pero supongo que haría parte de alguno de esos grupos porque tengo una especie de pereza mezclada con rabia.
Como llegué tarde no se de que están hablando, así que solo escucho. A veces eso es lo mejor que se puede hacer, solo escuchar y no decir nada, así uno esté de acuerdo o le parezca un completo disparate lo que otros estén diciendo.
Estoy y no estoy. Soy una especie, digamos, de voyerista virtual. Así pasa un rato, hasta que la conexión a Internet comienza a fallar y ahora escucho la conversación de forma entrecortada. A veces el sonido se va por completo y veo que algunos sonríen. Me gustaría oír cuál fue el comentario que produjo la sonrisa en sus caras, para cambiar un poco el mal gesto que, supongo, lleva la mía, aunque no la vea en pantalla.
Al rato aparece un aviso que me dice que los recursos de mi máquina son insuficientes, así que minimizo la pantalla de la reunión y cierro los demás documentos que tengo abiertos. Vuelvo a la ella y la señal continúa igual de inestable que el ánimo que cargo, con picos de euforia y malhumor sin sentido alguno. Ya decía yo que todos, hasta cierto punto, tenemos algo de bipolares.
Me desconecto y apenas vuelvo a ingresar. La señal funciona de nuevo, pero solo por unos cuantos segundos hasta que otra vez es inestable, así lo dice el aviso que ahora sale en la mitad de la pantalla: “Su señal de Internet es inestable”.
Al rato veo que todos empiezan a decir chao con la mano, no digo ni hago nada porque nadie me va a escuchar y mucho menos ver.
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