Es un día nublado. Después del almuerzo me dan ganas de leer, así que preparo el lugar en el que suelo hacerlo: mi cama. Ejecuto con cuidado la tarea de acomodar las dos almohadas contra la pared, en la posición adecuada y, antes de recostarme, les doy golpes aquí y allá, pues creo que servirán para crear mayor comodidad.
Me recuesto despacio. Siento que algo anda mal y me inclino hacia adelante, las jalo para abajo y vuelvo a recostarme. Con las almohadas en la posición correcta, prendo la lámpara y doblo su tubo, es flexible, para que el haz de luz apunte directamente sobre la pantalla del Kindle.
Me termino de un sorbo un tinto ya casi frío que había preparado, y rescato de las profundidades de un paquete de chokis, una última bolita de chocolate.
Comienzo a leer y lo hago despacio, saboreo las palabras, y ningún pensamiento me distrae. “Que bueno es caer en estos estados de lectura”, pienso.
Mi caprichoso cuerpo, haciéndole caso a la cabeza, supongo, decide cambiar de posición. Acomodo el Kindle contra un mueble modular que hace sus veces de mesa de noche y doy media vuelta. No sé porque le hago caso a mi cerebro, pues es una postura incómoda, una en la que el cuello seguro sufre, al tiempo que algún músculo de la espalda. Qué difícil resulta, a veces, encontrar esa posición en la que uno se siente a gusto para leer.
Pasados unos minutos, tengo que volver a leer un párrafo, y así ocurre con otro par. Se me están cerrando los ojos. Apago el aparato y decido entregarme por completo al sueño. Justo en ese momento suena el citófono, para avisar que llegó un domicilio.
Bajo a recogerlo y cuando subo, el sueño ha abandonado mi cuerpo. Me pongo a leer de nuevo, pero esta vez solo boca arriba; creo que la postura de medio lado es la que me induce al sueño.
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