Estoy con M, una escritora que vive en Nueva York. M. me gusta o, mejor dicho, la considero atractiva. Estamos en un evento en el que, parece, ella es el centro de atención. Hay varias personas revoloteando a nuestro alrededor, pero ella me presta atención a mí, y eso me hace sentir especial.
Digo parece porque es un sueño y, como casi siempre, todo los elementos que lo componen están difuminados. No veo su cara como un todo, pero sí algunas de sus facciones. Sé que es ella por la forma en que sus labios se curvan cuando sonríe y dejan entrever unos dientes blancos; por sus ojos grandes, negros, como dos pozos profundos en los que quiero caer, y el pintalabios rojo que siempre utiliza, que contrasta con la escala de grises que nos rodea.
Ahora estamos sentados cerca el uno del otro y el ambiente carga una tensión sexual. No sé si seguimos en el mismo evento o fuimos a otro lugar, un bar me imagino, ya que cada uno tiene un vaso enfrente. Siento unos deseos inmensos de abalanzarme sobre ella y besarla y así lo hago.
M. me corresponde los primeros besos, pero cuando me emociono mucho me detiene. Le digo que la quiero y necesito. M, sentada recta como si le hubieran puesto una tabla en la espalda, me dice que debo calmarme. Me pregunta por qué lo quiero todo ya, al instante, y qué gracia tiene obtener todo lo que se desea en un segundo, un instante fugaz que se desvanece tan rápido como llega. Me da a entender que lo mejor es que las cosas ocurran despacio, con una cadencia lenta y casi infinita.
Maravillado, le presto atención a sus palabras; imagino que por eso es que me gusta. Luego el sueño se desvanece del todo.
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