Ayer caí en un abismo.
El día comenzó con un rayo de sol que me despertó dándome en la jeta, porque las ventanas de mi cuarto tienen unas persianas sin blackout—no entiendo por qué ese invento no se llama lightout, en fin—, y al borde izquierdo de la ventana le queda una franja por la que se cuela la luz.
Mi intención era hacer pereza hasta tarde, pero el rayo me despertó y luego no pude volver a dormir. Me levanté, me preparé un café que acompañé con dos almojábanas, y ahí empezó todo.
Con todo me refiero a una sensación de mierda que me acompañó durante gran parte del día. En un principio creí que tenía que ver con el incidente del rayo de sol, pero no, eso era una minucia, algo circunstancial, y mi raye era más profundo, un achaque de mi psique, golpeada por quién sabe que lío que no he resuelto; quizás uno milenario, que ha pasado de generación en generación, y que ninguno de mis ancestros se tomó la molestia de tratarlo ni de indagar qué era.
El lío, les decía, llego a mí, y me pregunté a qué se debía la sensación. Intenté desenredarlo, diseccionarlo, pero no tuve ni la más remota idea de cómo hacerlo, entonces me enrosqué más en la rabia que llevaba y, como mis antepasados, decidí soportarlo.
Más tarde me bañé, pero el agua no se llevó la nube negra que llevaba encima. Apenas terminé de vestirme me puse a mirar el celular, a darle scroll down como si mi vida dependiera de ello, y eso, la necesidad de atención desmedida que a veces cargo, me dio más rabia, así que decidí apagar el aparato.
Toda la tarde
seguí igual. A eso de las 6 apagué la luz del cuarto y me tumbé en la cama a perfeccionar el arte de mirar
pal’ techo, y darle vueltas y vueltas a mi estado: “¿Será que estoy
deprimido?”, me pregunté, y como con el lío ancestral que llevo en mi ADN, no
supe darle respuesta a esa pregunta.
En medio de mi
contemplación a la nada, el reloj cucú marcó las 7 de la noche. Como seguía sin saber nada, decidí levantarme
a dibujar. Miré unas fotos que tengo en
un archivo de Power point que nombré: “Dibujo actual”, pero ninguna me convenció. No me decían ni hacían sentir nada. No sé
cómo explicarlo, pero cuando dibujo una foto eso es lo que tiene que ocurrir.
Me puse a buscar
una foto nueva, y di con el retrato en negativo de un hombre, que me llamó la
atención por la forma en que la luz le daba en la cara, y decidí dibujarlo a
pesar de la complejidad de las sombras.
Comencé por la
nariz, no se si técnicamente es el lugar por donde se debe iniciar un retrato,
pero ese siempre es mi punto de partida.
Después de unos vente minutos, llegué a una sección del pelo, y no tuve
idea de como iba a solucionar las texturas de la luz, no en ese momento sino
cuando le fuera a echar tinta. Caí en
cuenta que la imagen que quería dibujar estaba más allá de mis habilidades, y
hay que aprender a seleccionar las batallas.
Borré lo que
llevaba y busqué otra. Di con una de un
obrero que sale de una pared, y me agradó porque sentí que en ella había
movimiento, que algo ocurría.
Comencé a
dibujar y pasados unos minutos pensé en desistir de nuevo, porque cuando llegué
a uno de los pómulos, sentí que las dimensiones de la cabeza estaban desproporcionadas. Me obligué a seguir, borré unos trazos y
añadí otros, hasta que solucioné el inconveniente. En ese momento ya no había
rastro de la sensación que me acompañó la mayor parte del día.
El dibujo como
antídoto para cualquier duda existencial.
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