Son las 12:33 a.m. Leo. Siento hambre, como si no hubiera comido nada hace unas horas. La sensación se traduce en un antojo: bocadillo beleño con queso. Imagino que así, repentinos, deben ser los antojos que sienten las mujeres embarazadas. No lo sé, que ignorancia tan infinita.
Decido terminar el capítulo antes de ir por mi tentempié de medianoche. La frase con la que cierro dice: “Cuadros grandes, como antes, en los que cabía el mundo”.
Siento que a mi estómago le cabe todo el mundo. Me destapo y me pongo de pie. La puerta de mi cuarto coincide, más o menos, con la mitad del Hall del apartamento, ese intestino que conecta las habitaciones. Para llegar a la sala no debo dar más de cinco pasos.
Ya en el hall, luego de dar dos, la luz de la lámpara que utilizo para leer me abandona. Ahora todo es oscuridad. Agudizo el oído para ver si escucho algún ruido o a alguien; nada. Apresuro los pasos. Ese par de segundos, hasta que alcanzo el interruptor de las luces de la sala, es angustiante, pues siempre pienso que se me va a aparecer alguien, qué se yo, digamos el fantasma de una persona que se ahorcó en otro apartamento, o un alma en pena cualquiera, que está perdida y que no encuentra el camino hacia la eternidad, si es que existe. Ahora su papel, en ese plano que no es de los vivos, consiste en asustar a aquellas personas que se levantan a la medianoche, para ir a tomar o comer algo a la cocina
Cuando por fin piso el territorio de la sala, mando mi mano al interruptor con un movimiento decidido, antes de que la aparición haga presencia, pues la oscuridad, supongo, es su perfecta aliada.
Luego de comer, devolverme al cuarto ya no me resulta amenazante, pues si el fantasma no se me presentó de ida, mucho menos de vuelta a mi cuarto; no sé en que baso esa teoría, pero así funciona mi cabeza a esas horas.
Imagino que algún día se me aparecerá ese fantasma, y solo está esperando que cometa algún error. Les estaré contando.
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