No pensaba escribir nada hoy, pero de un momento a otro me dieron ganas, y me senté a hacerlo o, más bien, a no hacerlo.
Llevo más de 10 minutos mirando y no mirando la pantalla, es decir, perdido en mis pensamientos. Digo perdido porque no me detengo en ninguno en particular, sino que solo los dejo pasar y ya.
Estoy de pie en cualquier esquina de mi cabeza, y ahí van los pensamientos con las manos en los bolsillos, caminando de afán y mirando hacia los pliegues del cerebro, cada uno con sus afanes, y dispuestos a activar quién sabe que patrón de conducta o a tirar de alguna palanca emocional.
Entonces escribo y no escribo, me ubico en la zona de 1 – escritura, su complemento, su contraparte, ese otro lado que tienen y necesitan todas las cosas, para poder ser lo que son.
No hago más que mirar la pantalla y ver como el cursor titila de forma impaciente. Espera a que yo escriba algo, lo que sea, porque es la única forma en la que puede descansar unos míseros segundos.
“ ¿Para qué me invocó?”, pregunta.
Estampo mis dedos en el teclado:
Uiyhoefcguifyg
Ahí tiene su sacrificio de letras, para que no moleste más. Suficiente tiene uno con no saber qué escribir.
Afuera se escuchan carros que transitan de forma veloz. y también escucho música de gaitas y tambores a lo lejos; yo le pongo a unas 3 cuadras.
Ahora viene en camino un estornudo. Se desarrolla más rápido de lo esperado, pero alcanzo, como dictan los cánones del buen manejo de estornudos, a amortiguarlo con el pliegue del codo.
El estornudo, ejemplifica bien eso de que después de la tempestad viene la calma.
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