Tengo una cita médica.
Cuando llego al consultorio, la recepcionista atrincherada en una esquina de la sala, en un cubículo con vidrios por todos los lados, me dice que la doctora no me tiene anotado en su agenda.
Me quedo de pie, pensando que mi lenguaje corporal es desafiante y que dice algo como: “¿Y entonces qué hago?
No creo que la mujer se percate de eso, pero le debe dar fastidio tenerme ahí enfrente sin hacer o decir nada y decide hablar “La doctora me dice que va a buscar un hueco para atenderlo”.
Le doy las gracias y me siento.
En el televisor de la sala, que está a todo volumen, pasan la noticia de un atraco. Un hombre iba a entrar en carro a su conjunto en Chía, y cuando se abrió la puerta llegaron dos motos, una de ellas con parrillero y le apuntaron con una pistola, le hicieron bajar la ventana y lo obligaron a que les pasara algo.
Luego, cuando comienzan los comerciales saco el Kindle, lo prendo y duro un par de segundos decidiendo qué voy a leer. Al final selecciono el Infinito en un junco, un libro que he leído de a pequeños sorbos de lectura y que parece que nunca voy a terminar, pero ahí sigo, ya sabemos que leer no se trata de una estadística, sino de exprimirle todo el jugo experiencia.
Ayer había leído sobre cómo la literatura y los libros salvaron a personas que se aferraron a ellos, en escenarios tan trágicos como los campos de concentración de la segunda guerra mundial.
Comienzo a leer y ahora Vallejo, la autora, cuenta un episodio de la guerra de Sarajevo y como ardió la biblioteca pública de la ciudad luego de que fuera bombardeado el edificio Vijećnica donde se encontraba ubicada.
En ese momento llaman a consulta a un paciente. Es un hombre viejo que casi no se puede mover. Lo acompaña su hija.
Cuando comienzan a caminar la recepcionista grita desde su trinchera: “Solo entra el paciente”
La hija le regala una mirada desafiante y le dice: “¡Tiene alzheimer!”
De los libros de la biblioteca de Sarajevo, como los recuerdos de ese hombre, ya no queda nada.
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