El lunes a eso de las 8 de la noche pensé en escribir algo acá, pero me dio pereza y pensé: “más tarde lo haré”, pero unas horas después la pereza todavía me habitaba o volvió a aparecer y tampoco lo hice.
Fue solo hasta las 11:30 p.m. cuando me iba a acostar que me dieron ganas de escribir algo, una columna que había masticado en la cabeza durante todo el día y que decidió manifestarse en ese preciso momento.
Comencé a escribirla, y cuando la terminé la leí y resultó ser un arrume de opiniones.
Como el tema me gustaba entre a un nivel más profundo de edición e introduje un personaje en el texto, alguien que expresara, a su estilo y en una especie de monologo interno, las ideas que había planteado antes.
Miré el reloj ahora marcaba las 11:50.
A pesar del cansancio, decidí seguir adelante con el escrito, porque si no quién sabe hasta cuando lo iba a aplazar.
Ubique al personaje, un tal Maldonado, en un bus, y lo puse a vomitar pensamientos mientras miraba por la ventana.
Fue un viaje de pocas cuadras unas 10, pero mientras lo acompañaba me dieron las 12:30 a.m.
Leí el texto una última vez, lo guardé y lo cerré, para que las palabras se terminaran de acomodar por si solas hasta el día siguiente.
Luego, cuando me acosté, pensé un rato en como mejorarlo, y luego en otros asuntos que no paraban de llegar a mi cabeza.
No sé hasta que horas estuve rumiando una idea tras otra, pero me guardé las ganas de coger el celular para mirar qué horas eran y el reloj cucú no dio indicios de vida— Al otro día me enteré que se había parado, cosa que a veces ocurre cuando se abre la ventana de la sala y una ráfaga de viento detiene la palanca que le da vida a las horas—.
El martes estuve luchando con otro texto y olvidé por completo escribir en Almojábana.
Hoy retomo el ritmo pues, como ya saben, no escribir puede tener efectos secundarios, no solo en mi vida sino en la de todos.
Disculpen las molestias que les haya podido causar por mi falta de compromiso.
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