lunes, 10 de enero de 2022

Comerse la cabeza

Cuando entra a su casa, después de uno de esos días de trabajo lleno de chicharrones, Camilo Góngora ve a su novia de espaldas, preparando algo en la estufa de la cocina. Se da cuenta cómo mueve las manos con agilidad y con la punta de los dedos le espolvorea una pizca de sal a lo que sea que esté preparando.

El solo echo de verla le despeja la cabeza de inmediato. A veces piensa que el amor que siente hacia ella no es normal, y se le instala un rato en la cabeza ese cliché horroroso de: Eso tan bueno no dan tanto.

“Hola amor”, le dice luego de descargar, sobre la mesa de la cocina, el morral azul deshilachado que lleva a la oficina.

Espera la respuesta de siempre que, segundos después, siempre viene acompañada de una ligera risa: “¿no te da pena ponerte corbata y colgarte esa porquería?”, pero esta vez solo le habla el chisporroteo de trozos de cebolla y tomate finamente picados que Marcela sofríe en un sartén negro, con abolladuras en los bordes, más viejo que su mochila.

Se acerca por detrás para plantarle un beso en la boca. La rodea con sus brazos. El gesto amoroso no la rescata de su silencio y sigue clavada en él, de ahí no la saca nadie. De todas formas no rehúsa el abrazo, da media vuelta, y deja que se acerque.

El contacto de los labios dura pocos segundos, pero es un beso frío, sin sustancia; mejor dicho no es un beso de pareja, donde se necesitan las ganas de ambos para poder catalogarlo de esa manera. Fue, siente Camilo, como haberle dado un beso a un maniquí.

Las alarmas se prenden. ¿Qué hice?, piensa y repasa las imágenes del desayuno, lo que hablaron puras trivialidades mezcladas con mimos y palabras tiernas, intenta recordar sus gestos, algo, lo que sea, que le de un indicio de la actitud de  su novia.

Cree que luego de salir de la casa, después de despedirse, todo andaba en orden. Siempre creemos, pero muy rara vez sabemos a ciencia cierta qué es lo que ocurre.

No le queda más remedio que preguntarle si le pasa algo, pero justo antes de hacerlo, Marcela habla.

“Cami”, le dice mirándolo fijo a los ojos —tenemos que hablar, concluye él la frase en su cabeza— las cosas no andan bien”

Por lo menos no utilizó esa maldita frase, piensa Góngora, aunque el golpe es el mismo. ¿Cosas?, ¿cuáles cosas?, ¿Su relación, ella, él, el mundo? ¿Qué cosas?

Góngora se come la cabeza intentando descifrar que ocurre, para tener la combinación de palabras más adecuadas cuando sea su momento de hablar.

“Necesito despejar mi cabeza. Perdóname”, es lo único que le dice Marcela.

Es Ahí cuando ve la maleta negra de rodachines en una de las esquinas de la cocina. Lo va a dejar.

“¿Qué hice? ¿Ahora qué voy a hacer? ¿Qué fue lo que paso?, se pregunta, mientras Marcela toma la maleta y abandona la casa con la cabeza gacha.

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