Un ejercicio de escritura creativa consiste en tirar un dado para determinar: personajes, rasgos de personalidad, el escenario y un objeto que debe tener algún protagonismo; de una pieza de máximo 500 palabras.
Me sale un pescador y una cirujana, el centro de la ciudad, uno de ellos reniega de la vida como un loco y el otro debe ser compulsivo. El objeto es un tapabocas.
Comienzo a escribir lo primero que se me ocurre. Hablo primero de un contador, un hombre gruñón que trabaja en una compañía de pesca y que es un pescador aficionado.
Escribo unos párrafos y me parece que están bien, pero hacia la mitad del escrito caigo en cuenta de que ubiqué al personaje en un muelle y no hay rastros del centro de la ciudad por ningún lado.
Busco como cambiar el lugar, insertarlo de alguna forma en el relato, pero cualquier solución lo desbarata por completo.
“¿Qué carajos voy a hacer con la cirujana?, pienso, pues tampoco la he mencionado.
Reniego por un rato, vuelvo a leer lo que escribí y ahora me parece pésimo, que no tiene ni pies ni cabeza y muchos menos arreglo alguno.
Reconozco mi estado: “Pereza de escribir”, pero me había propuesto hacerlo así que borro lo que llevaba y empiezo de nuevo.
Esta vez lo primero que hago es ubicar a los personajes en el centro de la ciudad. El pescador, muerto de frío, espera a la cirujana en la terraza de un café, no tengo ni idea por qué se conocen o de qué van a hablar, pero así, por lo menos me aseguro de que el relato no se me despiporre después. Ya miraré como le inserto los otros elementos.
Al final me sale un texto de 625 palabras. Tengo que mocharle esas 125 de más, editar los errores e inconsistencias que seguro tiene, agregarle detallitos de color y hacerle carpintería a las descripciones.
Borrar siempre será una solución cuando sentimos que algo, y no hablo solo de la escritura, no anda bien.
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