Si de alguien hay que desconfiar es de la cabeza.
“Hacia dónde quiere viajar?”, le pregunto la mujer de la aerolínea. Estocolmo, respondió casi al instante”.
La frase hace parte de un dialogo de un cuento que escribí hace unos días. La primera vez que lo leí, luego de terminarlo, la subrayé porque pensé agregarle algo más, modificarla o borrarla.
Ayer, cuando lo estaba editando llegué a ese diálogo y recordé el momento en que lo había subrayado, pero no por qué lo había hecho.
Ahí estaba yo. Acababa de leer esa frase y no me sonó bien por si sola o porque no encajaba con alguna otra pieza del relato, y de puro iluso pensé: “Solo la voy a subrayar, porque no se me puede olvidar esta idea tan brillante que se me acaba de ocurrir."
Cómo sería de magnífica que cayó en los abismos de mi cerebro y allí se quedara hasta morir de hambre; dale señor el descanso eterno.
Tampoco sé porque no le agregué un comentario con una instrucción sencilla, una palabra, si acaso, que me recordara que era lo que quería hacer con ella.
Nada más falso que confiar en la memoria para hacer algo después. Hay que anotarlo todo, con el miramiento que requiera el caso, y lo que sea que anotemos debe ser tan sencillo y simple que un niño de 5 años lo entienda.
¿Cómo saber si esa frase era lo que mi cuento necesitaba para funcionar de forma compacta sin presentar ni una sola grieta narrativa? De pronto esa simple línea contenía todo el significado que quería imprimirle.
Ahora la veo y me parece un diálogo flojo, de pronto lo único que quería hacer desde un principio era borrarlo.
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