Cada una toma una carta y la ponen en el centro de su tablero. Corresponde al personaje que el contrincante debe descubrir haciendo preguntas sobre su apariencia física.
Conozco el juego, pero no tengo idea de cómo se llama. empiezan a preguntarse cosas: “Tu personaje tiene el pelo largo? ¿Es mujer o hombre? ¿Tiene barba? ¿Es rubio o pelinegro? ¿La camisa es de color rosado?”
Las observo con detenimiento y veo como la pequeña va ocultando las fichas que descarta con base a sus preguntas. A medida que lo hace Ríe de forma nerviosa y cada vez más, a medida que el juego se acerca a su final, a la gran revelación.
Lo que más me gusta es oír sus carcajadas que están repletas de tensión. De cierta forma parece que se estuviera jugando la vida en esa partida. Así debería hacer uno con cualquier cosa que se hace, sea pequeña o grande; jugarse la vida y carcajearse independiente de que se pierda o se gane, en fin.
Al final la mamá le gana, pero se nota que a la niña no le importó perder porque se divirtió.
Mientras las observaba, recuerdo qué juegos me gustaban a mí. Había uno que se llamaba escalera. Era un tablero gigante y uno avanzaba, de acuerdo con el puntaje de un lanzamiento de dados, por unas casillas, hasta caer en una que tenía una escalera que obligaba a subir o bajar.
Me gustaba porque, al igual que el juego de la hija y su madre, también tenía su dosis de tensión.
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