Hace un rato escribí 262 palabras que me parecieron flojas, pues todo el escrito revoloteaba alrededor de una opinión desabrida. Mientras miraba como arrancarle otras 48 palabras, para cumplir con mi cuota mínima de 300, pensé “pues hoy no escribo y ya está”.
Al poco rato me dio remordimiento de conciencia, pues creo que dejar de hacerlo puede causar una catástrofe en el curso de mi vida, pero imagino que también en la de los demás, pues lo que sea que hagamos repercute en los otros de extrañas maneras.
Si pienso eso es porque me ayuda a ser terco y a escribir algo, lo que sea.
Bradbury decía que uno debe emborracharse de escritura para no ser destruido por la realidad, pues si se dejan de maquinar cosas, el mundo termina por alcanzar a quien no escribe, para enfermarlo.
Si uno no escribe a diario, decía el escritor, los venenos se acumulan y entonces comienzas a morir, a actuar como un loco o ambas cosas.
Concluye que la escritura es una cura porque permite digerir la realidad sin hiperventilar.
Imagino que la mayoría de escritores piensan de forma similar. Rosa Montero por ejemplo, cuenta en La Loca de la Casa que inventar historias es una forma de ser eterno, pues uno siempre escribe contra la muerte.
Tan brillante como siempre, también dice que cada uno escribe como puede, es decir, bien, mal, magnífico o como sea, pues la escritura viene a ser una función orgánica más, como sudar, por ejemplo, y uno no controla la sudoración.
Por otro lado, Millás, mi escritor favorito, dice que es imposible jubilarse de escritor, pues “uno se puede jubilar de lo que le da sentido a su vida”.
Tengo claro que por dejar de escribir un día no va a pasar nada, pero hay que reunir las fuerzas necesarias no dejar de hacerlo, independiente de lo que se desee contar; como el vaso de agua que tengo encima del escritorio, por ejemplo, y que me mira como diciéndome tómeme de una buena vez. Otro día les hablaré de eso.
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