Hay días en los que estoy trabajando y de repente una idea se apodera de mi cabeza. Son ideas tercas que exigen ser narradas, contadas de alguna manera. Entonces dejo lo que esté haciendo y cedo ante su capricho.
No suelen ser nada del otro mundo y la verdad prefiero que no lo sean. No me gustan esas ideas listas o demasiados elaboradas, esas que las personas pueden tildar de brillantes. Así que entre más ramplonas y simples, creo que son mejores, pues están más cerca de la verdad, signifique lo que signifique la verdad, que cambia de forma a cada rato y que, pienso, escasamente rasguñamos por breves instantes.
Cuando eso ocurre, cuando esas ideas sueltan se adhieren como sanguijuelas sedientas de sangre a los pliegues de mi cerebro, no me queda más remedio que abrir un documento y descargarlas en él. Lo bueno es que como están desesperadas por salir, escribirlas no se me dificulta y a veces el resultado son textos de más de 500 palabras de un solo tajo como si nada, como de un suspiro, como si escribir fuera tan natural como respirar.
Otras veces, muchas la verdad, esas ideas sueltas no aparecen en todo el día. Cuando eso pasa, Me pregunto en qué lugar del cerebro se almacenarán y me quedó en silencio por un rato, concentrado, como pensando en ellas, a ver si de esa manera las invoco, pero nada. ¿Será falta o exceso de café, o de algún ritual de esos extraños que tienes algunas personas de poner música y prender velas para entrar en sintonía con la escritura y no sé qué más cosas? El caso es que ellas andan por ahí libres y como les da la gana, y no atienden a esos llamados estúpidos de la escritura.
Y cuando no aparecen entonces escribo cosas como esta.
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