Le he fallado a Almojábana estos días. La culpa la tiene Inktober. Este año me propuse no hacer dibujos tan detallados y que quedaran como quedaran, pero cuando me embarco en uno y veo que va bien, que no he mandado a la porra las proporciones, me parece un sacrilegio terminarlo a la carrera, así que cuido cada trazo como si mi vida dependiera de ello.
Pero no importa, me gusta mucho el nivel de concentración que alcanzo cuando dibujo, podría decir que es como si meditara, pero mejor dejémoslo en lo otro, me aburre tanto misticismo que carga la gente hoy en día.
Pero tengo claro que dibujar me centra, o más bien me resetea. Si mi cabeza está patinando en pensamientos negativos, esa actividad los evapora de inmediato.
Me gustaría no ser tan empírico y tener conceptos avanzados de anatomía, pues cada vez que dibujo, me sorprende la armonía de las proporciones del cuerpo humano.
Si lo hago medianamente bien, mucho se lo debo a mi madre, pues cuando era pequeño pequeño llegaba con una hoja Xerox en blanco a la cocina y y le preguntaba: “¿Qué dibujo?”. Entonces ella escaneaba la cocina con su mirada a toda velocidad y nombraba cualquier objeto a la vista, y yo lo dibujaba fuera lo que fuera: una fruta, un objeto, a ella, etc.
Dibujar es irse bien adentro, es lograr algo de silencio en medio de tanto ruido. Es desacelerar, pues funciona para bajarle las revoluciones a un ritmo de vida moderno que no da tregua alguna
Todos deberíamos hacerle caso a lo que dijo Kurt Voggenut en un discurso de una graduación:
“Practica cualquier arte: música, canto, baile, actuación, pintura, dibujo, escultura, poesía, ficción, ensayos, reportajes, sin importar que tan bien o mal lo hagas y no por el dinero o la fama, sino para experimentar “llegar a ser”. Para encontrar qué hay dentro de ti; para hacer que tu alma crezca”.
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