Leo una columna de un hombre que critica la obra de Vargas Llosa. Dice, por ejemplo, que su prosa es plana y gris, signifique lo que eso signifique, y que es difícil encontrar una idea brillante o un párrafo amable.
De pronto la culpa de mi raye con el escrito la tengan los adjetivos, tan determinantes y absolutos. La escritora Sara Klinkert dice que una de las claves para escribir es no usar adjetivos y pretender adornar la prosa.
Pero bueno, cada quien puede hacer lo que le dé la gana en esta vida, y no me importa que critiquen al escritor peruano. Llosa me gusta, y cuando digo eso me refiero a que las 3 o 4 novelas que he leído de él me han parecido entretenidas, menos Conversación en la catedral que, al parecer, es su preferida, en fin.
Llegue a su obra porque hace ya varios años en la entrega de regalos de amigo secreto de una empresa en la que trabajé, me regalaron La fiesta del chivo. De no haber sido por eso quizá no habría leído ninguna de sus novelas hasta el momento.
Pero bueno les decía que leí la columna y luego decidí escribir algo al respecto, un texto en el que decía que el columnista tiene un tonito de superioridad intelectual subido, utiliza palabras rebuscadas, y esto y lo otro, pero cuando lo terminé, lo leí y me pareció muy chimbo, pues era una opinión gris, si el columnista me permite utilizar su figura.
Algunos dirán que tener opiniones y dispararlas a los cuatro vientos es una muestra de carácter, de que uno no traga entero, pero a mí las opiniones me aburren porque no son más que muestras de superioridad moral, pero igual es paradójico porque esto que escribo también es una opinión, en fin.
No sé, me estoy enredando. Quizá todo fue una mala idea, es decir, desde leer el artículo y reaccionar, hasta querer escribir algo para sentar mi punto de vista. Pero si uno no lo intenta, me refiero a lo de escribir, ¿entonces qué?
Quizá debí haber escogido otro tema, algo tan simple como contarles que el microondas se daño, y como me gusta tomarme el café casi a la misma temperatura de la lava de un volcán, tuve que prepararlo y luego calentarlo en una olleta, pero me fui de la cocina, me senté en el escritorio y a los pocos minutos me acordé que había dejado la estufa prendida. Entonces me puse de pie y me fui corriendo a la cocina, y llegué justo cuando el café estaba a punto de derramarse.
Esa simple historia, anécdota, llámenla como quieran, habría sido un mejor tema para tratar hoy, pues carga cierto nivel de drama y conflicto.
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