Pedro, no Navajas sino otro, un bogotano común y corriente, va por la vida tratando de hacer las cosas bien, desde caminar sin tropezarse hasta ganarse la vida. Este Pedro, de apellido Pérez, espera que todo fluya, que la vía de su destino esté despejada; en fin, aspira, como todas las personas, a tener la menor cantidad de contratiempos hasta que la muerte decida visitarlo.
Es un hombre callado, que habla poco y, por lo general, prefiere pasar el tiempo, encerrado con sus pensamientos, dentro de su bóveda craneal. Le gusta ese término para referirse al espacio que ocupa el cerebro humano. A Pedro le agrada imaginarlo como una caja fuerte, y cree que no existirían tantos problemas si las personas no lo abrieran de par en par para que cualquier persona entre como Pedro por su casa, valga la redundancia, a ver con qué se encuentran.
Como al señor Pérez le gusta entretenerse con sus pensamientos, le molesta cuando adquiere responsabilidades repentinas. Hace unos años, por ejemplo, le emputaba subirse a un bus repleto, no por lo lleno que estuviera, sino porque casi siempre le tocaba hacer parte de la cadena de personas que pasaban las vueltas de un pasajero de mano en mano, hasta que estas encontraban a su propietario.
Sabía que, desde ese entonces, tenía algo mal en su cabeza, pues eso le generaba una leve ansiedad. Luego de que las vueltas dejaban sus manos, nunca sabía si llegaban a su destino y de ser así, si llegaban intactas. Pensaba que cabía la posibilidad de que alguien se robara una moneda o un billete y creía que algún día, a ese pasajero al que no le llegaban las vueltas completas enloquecería de rabia. Luego sacaría un cuchillo y comenzaría a apuñalear a los otros pasajeros.
Por esa razón se compró una bicicleta y dejó de utilizar el transporte urbano, sin importarle cuál fuera la distancia que le tocara recorrer.
Ahora, sentado en una sala de espera de un consultorio, se acordó de esa responsabilidad repentina de las vueltas del bus, porque está a punto de adquirir otra: Las personas que salen de consulta gritan el nombre del paciente que debe seguir al consultorio “¿Por qué carajos no sale el médico y llama él mismo a sus pacientes?”, se pregunta.
Otra vez la ansiedad comienza a hacer estragos: “¿y si me toca llamar a un paciente y no escucha mi llamado?”, ¿Qué tal que en el corto trayecto se me olvide el nombre que me haya dicho el médico, y en vez de un Jaime llame a un Jairo, por ejemplo?”, estas y otras preguntas le comienzan a llegar a la cabeza.
Se pone de pie y abandona el consultorio.
Ya en la calle, luego de cerrarse la chaqueta y meter las manos en los bolsillos, piensa: “a mí no me jodan. No me pongan tareas que no me corresponden”.
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