Así siento que fue el día, espeso y pegajoso.
Me sentía como atrapado dentro de un bloque de engrudo, y para mover un solo dedo debía hacer un esfuerzo sobrehumano.
Parecía que no avanzaba con nada de lo que me proponía hacer. Me quedaba mirando la pantalla del computador, perdido en pensamientos que no tenían ningún rumbo; poco a poco el tedio crecía dentro de mí.
Luego del almuerzo me eché en la cama y programé una alarma para que sonara a los 15 minutos. Ese tiempo se convirtió en 25, porque la aplacé dos veces y luego me costó trabajo ponerme de pie, pero lo logré.
Algo me decía que aún o era el momento de sentarme de nuevo en el escritorio, así que salí a comprar unas “Uvas chéveres”, al vendedor ambulante de la esquina.
Si había algo que me podía sacar de ese estado de parálisis era un pocillo de tinto combinado con algo de dulce.
De camino a la esquina el vendedor se cruzó conmigo. Lo miré a los ojos y entendió que iba a comprarle algo: “Ya voy, hermano”, me dijo. Entonces llegué al carrito y me parqueé enfrente de él como si estuviera cuidándolo.
No veía las uvas chéveres por ningún lado. Maldita sea, seguro ya las vendió todas. Pensé que no conseguir el producto era un efecto secundario de ese día grumoso que venía experimentando.
Al rato el hombre llegó y le pregunte si las tenía: “Sí, claro Pa”, respondió y estaban justo enfrente de mis narices.
Apenas llegué a la casa me preparé el tinto y luego, en el escritorio le di sorbos a la taza y me metía una o dos uvas recubiertas de chocolate a la boca. La cafeína y el dulce son buenas para contrarrestar los males de la vida.
Al poco rato abrí un documento de Drive y me puse a escribir un texto que tenía pendiente. Llevaba días estructurándolo en la cabeza. Siento que me quedó bien. Por lo menos me ayudo a eliminar esa desazón que me había acompañado hasta ese momento.
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