Cuando llego, el lugar está a reventar. Parece no haber mesas a la vista así que tomo la primera que veo desocupada. Es pequeña y parece de casa de muñecas, quizá sea la última que está disponible.
Después de unos minutos ninguno de los meseros se acerca a atenderme. Estiro un brazo para tomar una carta y cuando la comienzo a hojear veo que dice que debo hacer el pedido en la caja.
Me pongo de pie y me encomiendo a los dioses de tomar algo en la tarde para que nadie tome la mesa. por si acaso, dejo la mochila sobre ella, dispuesto a irme a los golpes si alguien intenta tomarla.
Ya en la caja pido una porción de torta y un capuchino. Para mi fortuna no pasa nada y nadie se acerca a la mesa. Menos mal, no soy bueno para eso de pelear a punta de puño y patada.
saco el Kindle y comienzo a leer. Al rato un mesero grita mi nombre y debo ponerme de pie para llevar la bandeja a mi mesa.
Minutos después, la velocidad con la que como no es proporcional a la de mi lectura, pues en menos de diez minutos ya no tengo nada en el plato. El local permanece lleno, así que para justificar mi estadía en él le doy pequeños sorbos al capuchino, pero sé que no me va a durar más de media hora.
La bebida se acaba y la gente no para de entrar al local. Siento que es diferente a los cafés de Bogotá en los que tan solo necesito pedir un tinto para permanecer varias horas sentado en el lugar.
Vuelvo a mirar la carta, “si acaso pido otro capuchino”, pienso.
Mi yo hambriento fija los ojos en un crepe de guayaba con queso.
“No, solo el capuchino”, susurra el yo moderado, pero el otro lo lo ignora y me dice lo siguiente con una sonrisa maligna: “no le haga caso, pida ese Crepe. Ya verá cómo sabe de bueno con el capuchino”.
saco el Kindle y comienzo a leer. Al rato un mesero grita mi nombre y debo ponerme de pie para llevar la bandeja a mi mesa.
Minutos después, la velocidad con la que como no es proporcional a la de mi lectura, pues en menos de diez minutos ya no tengo nada en el plato. El local permanece lleno, así que para justificar mi estadía en él le doy pequeños sorbos al capuchino, pero sé que no me va a durar más de media hora.
La bebida se acaba y la gente no para de entrar al local. Siento que es diferente a los cafés de Bogotá en los que tan solo necesito pedir un tinto para permanecer varias horas sentado en el lugar.
Vuelvo a mirar la carta, “si acaso pido otro capuchino”, pienso.
Mi yo hambriento fija los ojos en un crepe de guayaba con queso.
“No, solo el capuchino”, susurra el yo moderado, pero el otro lo lo ignora y me dice lo siguiente con una sonrisa maligna: “no le haga caso, pida ese Crepe. Ya verá cómo sabe de bueno con el capuchino”.
"Pero es mucha azúcar"
" ¿Y qué? No se las venga a dar de fitness ahora"
Le hago caso.
Cuando termino lo último que pedí, el flujo de clientes en el local no ha parado. Una señora y su hijo miran para todos los lados buscando una mesa.
Les digo que pueden tomar la mía, pues no hay chance de que pida algo más. Mi yo moderado celebra mi decisión, mientras el hambriento nos insulta a ambos.
No le hacemos caso y abandonamos el café.
Le hago caso.
Cuando termino lo último que pedí, el flujo de clientes en el local no ha parado. Una señora y su hijo miran para todos los lados buscando una mesa.
Les digo que pueden tomar la mía, pues no hay chance de que pida algo más. Mi yo moderado celebra mi decisión, mientras el hambriento nos insulta a ambos.
No le hacemos caso y abandonamos el café.
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