El taller de crónica era los sábados a las 8 en el centro cultural Gabriel García Márquez.
Procuraba llegar una hora antes a comprarme un café, una torta de zanahoria y leer hasta la hora de la clase. Siempre hago eso cuando me inscribo a un curso de escritura: inspecciono que café queda cerca, para llegar antes al lugar y leer. Intento sintonizar esos días en solo lectura y escritura.
El taller de crónica me quedaba lejos de casa y por eso a veces no lograba cumplir con mi ritual de lectura pre-clase. Cuando eso pasaba igual compraba el café y la porción de torta y lo entraba al salón. Nada mejor que tomar un cafecito, mientras a uno le hablan de autores, lectura y escritura. Y era aún mejor cuando a Celia, una española, la ponían a leer un texto; su acento era hipnótico.
A veces las porciones de torta traían muchas uvas pasas y yo las hacía a un lado.
Un día el profesor me preguntó que si no me gustaban y si se las podía comer. Le dije que no las aborrecía, pero que tampoco me mataban, y que les diera con confianza.
Desde ese día se estableció un ritual de clase. Yo apartaba las uvas pasas y el escritor tallerista se llevaba el platico al frente y se las echaba a la boca mientras nos hablaba de los misterios para escribir una buena crónica.
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