La terraza del lugar está casi desocupada y una ráfaga de viento agita las ramas de las matas. Como no quiero quiero chupar frío comienzo a caminar por el café a ver qué otro rincón me llama la atención.
Veo unas sillas de cuero con espaldar alto. Parecen cómodas, pero también de ese tipo de sillas de las que casi resulta imposible pararse después de haberse sentado en ellas; además no tengo donde poner el café y la torta, así que las descarto, pues quiero leer y no tomar una siesta.
Al final me decido por una mesita redonda que está bien iluminada. Me siento, le doy un sorbo al capuchino, pincho un trozo de torta y comienzo a leer. El cuento con el que arranco se llama Los límites.
Estoy en esas, cuando algo pincha la burbuja: una mujer, sentada a varias mesas de distancia habla, o bien grita, por su celular sobre cuestiones de su trabajo. Que la cuenta de cobro yo no se quién y que tiene que volver a hablar con Camila para si sé cuantos. Concentro una mirada de odio en ella para ver si logro hacerla callar pero no pasa nada. De malas, ¿quién me manda a venir a leer a un lugar público?
Retomo la lectura, y en menos de un párrafo de nuevo habito el universo del cuento. En un momento levanto la mirada y la mujer que hace un rato hablaba fuerte camina, con su computador en mano, hacia el sector en el que estoy. Alguien acaba de desocupar una mesa y preciso a ella le pareció el mejor lugar para sentarse.
Cuando llega comienza a hablar de nuevo por celular, pero yo me blindo con la lectura. Al rato la mujer se pone de pie y se dirige a la barra para comprar algo. Volteo a mirar hacia su mesa y veo que dejó el computador y su bolso encima, ¿Acaso cree que está en Appenzell, un apacible pueblito Suizo?
Imagino el peor desenlace a su descuido: unos ladrones van a entrar al café y van a robarse el computador y su cartera. Cómo yo estoy cerca, de paso también me van a robar a mí, maldita sea mi suerte. Miro hacia donde está la mujer y continúa esperando su pedido en la barra. ¿Por qué está tan fresca? Divido mi atención entre sus pertenencias y ella. Los ladrones aún no aparecen, no sé por qué tardan tanto ante semejante papayazo. Al rato la mujer viene caminando, como si nada, con un capuchino y un cruasán en sus manos. Se sienta y vuelve a lo suyo, a hablar por teléfono.
Ahora leo Pañuelos de papel: "Mi abuelo murió a las cuatro de la mañana. No recuerdo la fecha pero sí la hora en la que el sonido del teléfono me despertó de un sueño liviano".
Veo unas sillas de cuero con espaldar alto. Parecen cómodas, pero también de ese tipo de sillas de las que casi resulta imposible pararse después de haberse sentado en ellas; además no tengo donde poner el café y la torta, así que las descarto, pues quiero leer y no tomar una siesta.
Al final me decido por una mesita redonda que está bien iluminada. Me siento, le doy un sorbo al capuchino, pincho un trozo de torta y comienzo a leer. El cuento con el que arranco se llama Los límites.
"Los límites del mundo era los límites de la unidad cerrada".
Tardo poco en enredarme en las redes de su prosa. Me gusta cuando eso pasa, cuando me sumerjo en una burbuja lectora casi infranqueable.
Estoy en esas, cuando algo pincha la burbuja: una mujer, sentada a varias mesas de distancia habla, o bien grita, por su celular sobre cuestiones de su trabajo. Que la cuenta de cobro yo no se quién y que tiene que volver a hablar con Camila para si sé cuantos. Concentro una mirada de odio en ella para ver si logro hacerla callar pero no pasa nada. De malas, ¿quién me manda a venir a leer a un lugar público?
Retomo la lectura, y en menos de un párrafo de nuevo habito el universo del cuento. En un momento levanto la mirada y la mujer que hace un rato hablaba fuerte camina, con su computador en mano, hacia el sector en el que estoy. Alguien acaba de desocupar una mesa y preciso a ella le pareció el mejor lugar para sentarse.
Cuando llega comienza a hablar de nuevo por celular, pero yo me blindo con la lectura. Al rato la mujer se pone de pie y se dirige a la barra para comprar algo. Volteo a mirar hacia su mesa y veo que dejó el computador y su bolso encima, ¿Acaso cree que está en Appenzell, un apacible pueblito Suizo?
Imagino el peor desenlace a su descuido: unos ladrones van a entrar al café y van a robarse el computador y su cartera. Cómo yo estoy cerca, de paso también me van a robar a mí, maldita sea mi suerte. Miro hacia donde está la mujer y continúa esperando su pedido en la barra. ¿Por qué está tan fresca? Divido mi atención entre sus pertenencias y ella. Los ladrones aún no aparecen, no sé por qué tardan tanto ante semejante papayazo. Al rato la mujer viene caminando, como si nada, con un capuchino y un cruasán en sus manos. Se sienta y vuelve a lo suyo, a hablar por teléfono.
Ahora leo Pañuelos de papel: "Mi abuelo murió a las cuatro de la mañana. No recuerdo la fecha pero sí la hora en la que el sonido del teléfono me despertó de un sueño liviano".
Es un cuentazo, Seguro va a quedar en mi top 3 de preferidos. Cuando lo termino, le doy un último sorbo al capuchino, ya frío, y abandonó el lugar. En un arrebato lector decido pasar por una librería y me compro La mano que cura, otro libro de Lina María.
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