viernes, 4 de julio de 2025

Accidente

Me llevo la mano al cuello y rasco la cicatriz, ese accidente sobre la piel.

Lo hago distraídamente; un pensamiento me lleva a otro hasta que aparece la siguiente frase en mi cabeza: la vida.

Parece inocente. Nada del otro mundo, pero uno nunca se puede confiar de las palabras y de todas las emociones y recuerdos que pueden desatar. Me succionan como si fueran un tornado. Me dejo, no puedo hacer nada contra ellas.

La vida.
Un suspiro.
Una bocanada de aire.
Una instantánea.
Un accidente.

Eso, y seguro muchas cosas más, son la vida, o por lo menos la conforman. ¿Y luego qué? La nada. Ese vacío incomprensible que llamamos muerte.

Ahora pienso en Jota, Diogo, el futbolista portugués que murió hace unas semanas, incinerado dentro de una camioneta. Veintiocho años tenía. ¿Qué son veintiocho años? Nada, si pensamos que tenía toda una vida y carrera por delante.

Solo doce días antes de su accidente se había casado con Rute Cardoso, el amor de su vida, con quien tenía tres hijos de cuatro, dos y un año. Qué cabrona la vida, ¿acaso no?

Si uno se fija bien, esta no es más que un simple accidente, producto de un choque aleatorio de un espermatozoide contra un óvulo; un evento fortuito, altamente improbable, debido a la cantidad de millones de los primeros, teniendo en cuenta que solo uno logra fertilizar el óvulo. No somos más que pura probabilidad, un quizás, un accidente.

Vuelvo a Rute. ¿Cómo va a hacer para vivir? ¿De dónde carajos va a sacar fuerzas para ponerse de pie y meterse a la ducha, para luego aguantar a cientos de periodistas que querrán preguntar estupideces sobre su relación con Jota?

Ahora pienso en mi accidente. En cómo en un segundo la vida —como le pasó a Rute— se pone patas arriba. En lo fácil que es caer a ese vacío del que no se puede volver.

Mi mano vuelve al cuello. Palpa ese amable recordatorio que llevo impreso en él: esa cicatriz que por mucho tiempo fue un queloide y ya casi ni se nota.

Se debe a una traqueotomía: una incisión en el cuello para insertar un tubo y facilitar el paso del aire a los pulmones. Fue lo mismo que le hicieron al piloto de Fórmula Uno Ayrton Senna en pleno asfalto de la pista de Imola, San Marino, cuando se accidentó en la curva de Tamburello, pero él no corrió con la misma suerte que yo, porque las lesiones que sufrió en el cerebro fueron muy graves.

Recorro la cicatriz con un dedo de un lado hacia el otro y me devuelvo.

A veces me arde y me la rasco, o me la rasco y me arde. No sé muy bien cuál es el orden de ese tic, si se le puede llamar de esa manera, o si es una acción inconsciente. Prefiero pensar, como ya mencioné, que cuando soy consciente de que la rasco, es porque actúa a manera de amable recordatorio: me susurra que estuve al borde del abismo, al tiempo que me invita a no desesperar, a ser consciente de que la saqué barata.

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