Bullet, es el seudónimo que escogió para firmar sus artículos. Hoy escribe uno que debe tener por lo menos 800 palabras. Lee las sus características: tono, punto de vista, entre otras, que debe tener. “¿Qué carajos voy a escribir sobre eso?” se pregunta. Cómo es costumbre, todo tipo de pensamientos cabalgan por su mente. Intenta aplacarlos con un pequeño monologo mental: ¿Por qué pienso tantas pendejadas?, concentrémonos”, que no le funciona.
Toma aire, estira los dedos y arquea la espalda; como última medida de procastinación se levanta de su escritorio y va a la cocina, ¿a qué? no lo sabe. No tiene hambre. Abre la nevera y sus ojos saltan de unos huevos al cartón de jugo de naranja, de unos tomates a unas salchichas, de una lechuga a una gelatina verde que quién sabe cuánto tiempo lleva ahí. La toca con la punta de un dedo y la masa se mueve, como molesta, de un lado a otro. “No estoy podrida déjeme en paz, ¿por qué más bien no se sienta a escribir?” le dice.
Jugando a personificar al alimento, crea esa pequeña línea de diálogo en su cabeza. No responde porque le parece muy loco hacerlo. Cierra de un portazo la nevera; decide tener sed y se sirve un vaso de agua a rebosar. camina resignado hacia su estudio, haciendo un esfuerzo exagerado de equilibrio para no derramar ni una gota.
De repente una idea se le aparece y penetra su cabeza como una bala. Le sirve para desarrollar los 2 o tres primeros párrafos de su escrito: 286 palabras.
Algo bueno trae la potencia “destructiva” de ese pensamiento, pues remueve su conciencia despertando otras ideas- Luego de tamborilear un rato sobre la mesa y jugar a un timbalero frustrado, Bullet comienza a asociar ideas, a unirlas por extremos que en apariencia no cazan. El grifo de la escritura escupe palabras a un buen ritmo.
Sonrié, se detiene, vuelve a leer lo que lleva, añade comas, puntos; corta en dos o tres los párrafos que le parecen muy extensos, resultado: 759 palabras.
Esas 41 palabras que le faltan que quién sabe dónde están escondidas serán las más difíciles de lograr.
Ya cansado o aburrido, escribe un nuevo párrafo. Sus dedos funcionan más rápido que su mente o al contrario y escribe "abije" en vez de “viaje”.
Recuerda que Constaín narra en “El hombre que no fue Jueves” cómo en un aparte iba a escribir “agotados" pero hundió , al igual que él, mal las teclas y escribió ahotados, adjetivo arcaico que quiere decir “osado y atrevido”.
No descubre nada con su torpeza motriz, la palabra no tiene significado alguno; una cercana es abuje, un “Ácaro de color rojo que se cría en las hierbas” y otra, la que le sugiere el programa, que se le ríe en silencio, es “avine: arreglé, congenié, compuse. “Quizás es una de esas señales que nos manda el universo cuando más las necesitamos”. piensa.
Desecha el pensamiento. No cree en esas estupideces. Ya habrá tiempo de componer el escrito, de avenirlo. Ya llegara ese instante en que las palabras correctas se apoderarán, como ácaros, de su cerebro para dar con esas palabras que le hacen falta.
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