Está nervioso. Como siempre, antes de cualquier concierto, las manos le sudan y se las restriega sobre sus muslos a pesar de que hay varias toallas en el camerino. Ya solo queda un llamado para que salga al escenario a exponerse ante la mirada de un público con cientos de asistentes que algo esperan de él. “¿Qué?”, se pregunta, no lo sabe y las expectativas lo abruman.
El programa de hoy incluye el concierto número tres para piano de Rajmáninov, un tipo que no tenía problema forzando los límites de la armonía, y una pieza que algunos consideran como una de las más difíciles de tocar, por la lluvia de notas y acordes complejos que se deben ejecutar en el menor tiempo posible. Hay quienes dicen que el compositor, al medir casi dos metros y tener manos muy grandes, solía componer piezas que solo él podía interpretar, así que el pianista debe estar completamente presente y ser lo suficientemente veloz y preciso para no estropear ningún segmento de la pieza.
Cuando sale, el escenario está débilmente iluminado y un poderoso foco alumbra el piano y la butaca donde se va a sentar a hacer su magia. Los aplausos y algarabía del público lo ensordecen por un momento y, por un instante, le dan ganas de salir corriendo; si, a él, uno de los mejores pianistas contemporáneos o, por lo menos, eso lo que dicen algunos de los artículos que han escrito sobre él.
Piensa que ojalá pudiera satisfacerlos a todos. Si estuviera a su alcance estaría dispuesto a darle un concierto privado a cada uno, ver qué y qué no les gusta de su manera de tocar piano, en que apartes creen que falla y cosas así. Esas ideas se esfuman cuando el público finalmente calla y no le queda otra opción que tomar asiento.
Se tuerce las manos un poco, más a manera de tic que en vez de ejercicios especiales para relajar los músculos y ligamentos. Respira profundo, está a punto de tocar su instrumento, algo sagrado y que, considera, es la única manera en que él puede acercarse a lo divino; le gusta dejarlo de ese tamaño sin involucrar a Dios.
Tanto silencio asusta, logra contener un arrebato de querer aporrear las teclas, en cambio mira cómo el director mueve los brazos, con la batuta en el izquierdo, como si quisiera arrancar vuelo, la orquesta sigue sus sutiles indicaciones y todos los instrumentos comienzan a sonar en conjunto en un mismo instante.
El pianista lleva el tiempo, no está seguro si lo cuenta o ya es algo que hace por instinto, pero comienza a tocar en el momento indicado y sus manos comienzan a deslizarse por el teclado con gracia, a veces con dificultad, pero también con mucha alegría. No necesita nada más, el instante es perfecto, uno que dura casi 41 minutos y culmina con un estallido de gritos y aplausos.
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