sábado, 2 de diciembre de 2017

El viejo

Desde que se jubiló el viejo vive en una pensión. Una casucha antigua de paredes verde crema descarapeladas. No le gusta la compañía de las personas, igual casi nadie se fija en él, la única que parece determinarlo es doña María, la dueña de la casa, tugurio, prefiere pensar el viejo, que siempre está pendiente de cobrarle el arriendo de su cuarto, una ratonera de 2x2 en la que el viejo tiene una cama y un escritorio con una pata más corta que las otras tres, un libro, los hermanos karamazov de Dostoievski, que ha leído y releído durante toda su vida y otro de tapa roja, no sabemos cuál, que sirve para equilibrar la mesa y parece no interesarle. 

Siempre sale temprano a vagar por las calles del centro de la ciudad, y pasa la mañana catando tintos en cafeterías viejas, igual o más desgastadas que él. Está cansado. Hace unos años pensó en el suicidio pero el mismo día que se le presentó ese pensamiento oscuro, se distrajo con una mujerzuela que encontró en una cantina con nubes de humo, quien logró evaporar sus ansias de muerte.

Hoy, mientras camina con un cigarrillo, sin prender, en la boca, y sin molestarse por buscar resguardo de una llovizna impertinente, tararea la canción que salía de los parlantes del radio de Jairo, su vecino de cuarto, quizá, su único amigo. Un estudiante de derecho de quinto semestre, un muchacho muy pilo, así lo cree el viejo, a quien la vida lo ha tratado duro desde pequeño. El viejo siente algo de cariño y se preocupa por él. A veces le presta plata para que no tenga que irse caminando hasta la universidad.

“Hola Soledad no me extraña tu presencia casi siempre estás conmigo, te saluda un viejo amigo que te encuentres uno mas” es el bolero de Palito Ortega que murmura el viejo. “Es una canción triste pero también alegre” piensa. 

Ya paso la hora del almuerzo y el viejo se ha alejado demasiado de la pensión. Tiene ganas de volver e invitar una cerveza a Jairo, sacar su cabeza de los libros, ya que lo único que hace es estudiar.

El viejo decide tomar el metro. Cómo no es hora pico el vagón al que se sube está casi desocupado. Se sienta, recuesta su cabeza contra la ventana y al rato se duerme. 

“Próxima estación San Jerónimo” indica la voz de una mujer que sale de los parlantes. El viejo no la escucha, todo el peso de su cuerpo sigue acomodado contra la ventana. Así pasan varias horas; ya es de noche y nadie repara en el viejo, nadie cae en cuenta de su soledad.

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