Una de las paredes de la sala es gigante y la ocupa una biblioteca repleta de libros. Sara saca su celular para tomarse una foto. Es un proceso al que le dedica bastante tiempo pues debe enfocar muy bien, para que al tiempo que sale su cara en la pantalla, también salga, como telón de fondo, la mayor cantidad de libros posible.
Quiere dar la impresión de que es descomplicada, pero interesante, linda pero no bruta, eso nunca. Hace mucho que no lee un libro, pero ¿a quién le importa?, es fin de año y todo es motivo de alegría. Un par de segundos después de que toma la foto, siente la piel de la cara estirada y cae en cuenta que no ha dejado de hacer la expresión Duck face, esa que le permite verse sensual —así lo cree—, al tiempo que le elimina la papada.
Se deja caer en el sofá, cierra los ojos por un instante y cuando los abre, parece que la biblioteca la mira de vuelta mientras le pregunta en silencio: “¿a quién engañas? Le da un par de vueltas a la pregunta en su cabeza, y la saca de su cabeza pensando en otra cosa.
Se pone de pie y siente que la biblioteca la llama. Al rato se encuentra hojeando los libros. Pasa sus dedos por caratulas duras, unas de papel, otras de cuero, y se detiene en uno de tapa roja, muy grueso, mínimo de 800 páginas. “Que larguero”, piensa.
Lo saca y abre más o menos por la mitad. Decide leer algún fragmento de la página en la que cayó, pero antes de hacerlo acerca el libro a la nariz y aspira con fuerza. Le resulta difícil precisar a qué huele, como a viejo, pegante, madera, tinta, o quizás a recuerdos; le gusta esa mezcla de olores. Lee:
“Cenzo Rena le preguntó si eran marcas de la guerra, pero Gabriel le contó que en la cocina del restaurante una vez se le había caído encima una sopera con sopa hirviendo”
Está ahí, al lado de ese personaje con esa marca de guerra bélica o culinaria. Luego imagina la cocina del restaurante sobre la que habla Gabriel, es pequeña pero ordenada, y huele a manteca y especias; con esos olores también le llega el sonido de una carne que se asa en una parrilla, junto con el de unos cubiertos y una vajilla, y los gritos de un hombre, el chef, con aspecto malhumorado y con un gorro blanco muy alto.
El citófono suena y la aleja de de la escena que acaba de crear en su mente. La rutina la ocupa, pero no puede dejar de pensar en los personajes el resto del día.
Por la noche, otra vez se toma una foto en la sala. Le queda mal, pero no la repite, toma el libro, se envuelve en una cobija y comienza a leerlo desde el principio:
“Me llamo Anna. Antes respondí a otros nombres: en esta historia tuve otra edad y otro sexo…”
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